“Una bella muerte honra toda una vida” (Francesco Petrarca, escritor humanista y poeta. Siglo XIV)

Un derecho, afirmo  convencido. Pero también consciente de sus escasas probabilidades de hacerse real en esta sociedad que no aplica ni reconoce tal mérito ni a la propia  vida de las personas. Cuanto más, si en el sentir general la muerte no se considera parte de la vida, sino su contrario, su negación o final… ¿Cómo reconocerle, pues, un ápice de dignidad a tan denostada experiencia? Toda muerte es abominable para el hombre común, quien, además, vive con la certeza de que ha de morir un día…Una sombría amenaza,  que es la manera de alimentar nuestra  aversión a ella.

Pero ¿Qué sabemos de la muerte, en verdad, y qué de la vida…? ¿Es la muerte lo contrario a la vida, como se dice,  o se trata de un episodio o faceta de ésta? ¿Qué es la vida humana…? Y qué es el hombre (mujer o varón) protagonistas de la misma.

Una antigua leyenda, cuenta la historia de un río que también sirve de  metáfora aplicable al ser humano. Dice aquella historia, que un río en su discurrir se topó con un desierto de ardientes arenas. El río, sorprendido y asustado, se detuvo ante él temiendo por su vida, y entonces el desierto, captando el temor del río, le habló de esta manera: “No temas, río; déjate tomar por mis arenas que  yo te acogeré en mi seno y te guardaré. Luego, pasado un tiempo, te devolveré a la superficie en otro lugar y con otra forma. Los hombres no te reconocerán y te asignarán otro nombre…, pero tú sabrás que eres el mismo…”

Una ingenua pero acertada metáfora de la vida humana que, el desarrollo y el conocimiento adquirido por el hombre en el transcurso de la Evolución, el despertar de la conciencia, y el progreso metafísico y científico habidos hasta el presente, confirman.  Conocimiento  que nos autoriza a decir que con toda probabilidad y conforme a los elementos del simbólico relato, nosotros que nos reconocemos hoy  aquí, vivos y presentes en un cuerpo (aunque sin memoria del antes), podamos ser el equivalente humano del “río que es devuelto a la superficie” tras un periodo de ausencia del aquí, mientras la vida continuaba en otro lugar... o modo; en una suerte de existencia eterna de la que la “vida humana” (o “la vida en el aquí”) sea: un paréntesis, en el seno de la  Eternidad. Un paréntesis que comienza con el nacimiento y termina con la muerte; en tanto que la VIDA (así, con mayúsculas) ya existía antes y existe después, porque es eterna: a veces manifestada de diversas  formas que son realidades o creaciones perceptibles por los sentidos; y otras, increada, no visible ni manifiesta. Pero existente y, como tal: intuida. Y anhelada, incluso…

Por tanto, el que exista una categoría de “muerte digna”, pasa necesariamente por que la VIDA (que contiene a la muerte) sea DIGNA. Y aún antes, que lo sea el ser humano que la expresa o manifiesta. Solo así y como un derecho natural, podemos aspirar a una muerte digna mientras estamos vivos.

Dicho esto, surgen las preguntas: ¿Qué somos, qué es la vida…, y en qué consiste la dignidad que motiva esta reflexión?

Pues bien, empecemos por aquí: el término  dignidad indica la «cualidad de digno», y   hace referencia al valor intrínseco  del ser humano por el simple hecho de serlo. No se trata, pues,  de una cualidad otorgada por alguien, sino inherente o consustancial al ser humano; es decir: Ser humano es “ser DIGNO, por naturaleza”, y serlo de manera continuada y permanente. A la que se suman otras muchas cualidades que hacen de él “lo más noble y grande de la Creación”: ser una Epifanía o manifestación del Creador hecha a Su imagen y de Su misma naturaleza; es decir, ser un “estado” de Dios; o Dios mismo en “estado y forma humanos”, como afirma el Génesis: “Creó Dios al ser humano a imagen y semejanza suya, macho y hembra los creó…” (Gen. 1, 26-27). Esta es la naturaleza del ser humano de la que nace su DIGNIDAD y, de ésta, una “Vida Humana” DIGNA. Toda ella, completa y total, cualquiera que sea su aplicación; desde el nacimiento a la muerte, pues hasta el más mínimo detalle contenido entre ambos extremos,  procede y está sostenido por la voluntad de Dios de ser eso y así, sin excepciones ni limitaciones.

Así lo confirma el establecimiento de la denominada Nueva Alianza entre Dios y el ser humano en tiempos del Exilio en Babilonia,   a la que me he referido ya en varias ocasiones (pero en la que conviene insistir, pues es mucho lo que hay en juego y mucha nuestra ignorancia)  basada en la Presencia Divina en el hombre, en  la existencia infusa, invisible pero real de Dios en el alma de cada ser (que eso significa infusa o infundida),  convirtiendo la vida de éste en la Vida de Dios, vivida como siendo UNO solo, o Único. Dicho esto, automáticamente, el ser humano deja de ser “parecido, semejante o incluso igual a Dios”, para ser reconocido como UNO, o el MISMO. No cabe, pues,  mayor dignidad. Ni tampoco responsabilidad mayor para alguien verdaderamente consciente. En consecuencia y, puesto que la vida humana en su totalidad lo es: la muerte, propia y ajena,  es digna por naturaleza, y como tal ha de ser considerada y tratada : como algo humano que también es de Dios.

Valga lo dicho como premisa a las preguntas señaladas en un párrafo anterior; cuestiones básicas  que han acompañado a la humanidad desde el mismo momento en que ésta se hizo consciente de sí, como describe el Génesis en relación a la evolución del hombre tiempo después de  ser creado, y en anuncio de su desarrollo y porvenir. Dice Dios: “Se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal…” Anuncio del mayor hito de la Evolución, relacionado con la capacidad de percibir y diferenciar lo percibido, una facultad intelectiva que va mucho más allá de la visión física,  denominada discernimiento. Hito acontecido en un remotísimo pasado que solo podemos ubicar por aproximación y valiéndonos de indicios relacionados con dicho “despertar” de la conciencia, como es la elaboración de los Mitos, entre los cuales este de la Creación es el primero. Relatos milenarios presentes en todas las culturas,  que han servido de metáforas explicativas del misterio de la vida, que se va  revelando progresivamente  en forma de intuición en la recién nacida consciencia de una humanidad que empezaba  a ser, y que sigue viva en nosotros; con muchas respuestas a aquellas dudas primeras…, pero también con nuevas intuiciones y nuevos argumentos nacidos de una complejidad y un conocimiento mucho mayor que entonces, con los que, al igual que hicieron nuestros antepasados, damos significado y orientamos  nuestras vidas; nuevos y aventurados  desvelamientos de la conciencia que son Mitos como los de antaño, aunque ahora, que hemos encumbrado el racionalismo  e incorporado a nuestra cultura la Inteligencia Artificial y el Metaverso (por citar a modo de ejemplo dos atractivos escenarios abiertos a la exploración) y devaluado ya  socialmente el término Mito,  no les llamemos así. Aún si lo son: verdaderas construcciones  psíquicas, de modelos anunciadores de leyes o arquetipos que sostienen e impulsan la Evolución (y no fantasías, como se piensa) que abarcan desde el  universo estelar hasta todo lo viviente. Ámbito  que incluye al ser humano en tanto que “instrumento” o medio necesario por ser el agente-actor principal,  y como objetivo  o propósito último de la Creación. Tal es, vuelvo a insistir en ello, nuestra DIGNIDAD, y el deber moral de actuar en consecuencia, a ella vinculado: una Gracia o Don  que  los rishis, aquellos  santos y sabios  antepasados hinduistas designaron con el nombre de: DHARMA, que constituye el reconocimiento explícito del ser humano como vehículo o extensión de Dios operante en el mundo, con tu nombre y apellidos (y el de todos) que hace suyos. Opinión y sentimiento  presente en todas las culturas. Así, tan elevada,  es la dignidad humana, que no obstante es ignorada o no reconocida en general,  y sí en cambio  menospreciada.

Esta es la verdad de Dios y del hombre, y el principio ético o Ley que impulsa, rige y sostiene a la Creación, contenido en una sola palabra, también no comprendida, llamada AMOR, y sustituido todo ello por una falsa creencia humana, convertida en Ley y administrada por los propios hombres, que supone y afirma  la comisión de un grave pecado del hombre en el origen de su relación con Dios (llamado pecado original) que provocó la ruptura de ésta, la separación, la culpabilidad,  la condena y el consiguiente castigo para el hombre, en forma de sufrimiento en todas sus modalidades, y el veto o privación del derecho al bien o lo bueno.

En consecuencia, el hombre, que lo es por diseño del Creador, ha sido y es, en la práctica, socialmente despojado de su DIGNIDAD y convertido en des-graciado; es decir, “sin-Gracia” o desprovisto de la gracia divina; punto de vista que expuse ampliamente en un anterior artículo titulado “POBRES Y DE OTRA RAZA, O COLOR: más allá de la desgracia”, cuya lectura recomiendo. A partir de dicho dogma, social, religioso y dominante,  uno se pregunta qué valor tiene la vida humana así denigrada. Y cómo defender el derecho a una muerte digna, en un contexto social generalizado  donde no se reconoce ni concibe algún tipo de  DIGNIDAD humana, de todos, que sea  consustancial a nuestra naturaleza, y por tanto inviolable,  sino esta otra dignidad impostada, ficticia,  protocolaria y de conveniencia inventada por el hombre, que nace de los acuerdos egoístas entre especuladores y repartidores de derechos, privilegios y estatus calculados, al tiempo que genera una gran bolsa de desheredados y excluidos,  de  indignos, que son  como   muertos en vida,  y la prueba de una gran ignominia sostenida en el tiempo, no disimulada, más dañina que la peor de las pandemias imaginables, y más difícil de erradicar, pues el “virus” que la origina no es un bichito que resida en el cuerpo, sino un complejísimo estado psíquico o corpus de fe que habita  en el Alma; su nombre es Avidya, y el elemento principal del conjunto, es la creencia en el Pecado Original, nombre con el que se reconoce la comisión de una  grave  ofensa a Dios, quien había otorgado al hombre un Paraíso de bienestar, paz  y abundancia en el que habitar junto a Él,  a cambio de una sola  condición, no respetada por el hombre, según el relato oficial: respuesta o gesto de desagradecimiento y mezquino desde el punto de vista humano, que  reconoce y afirma tácitamente nuestra indignidad con todas sus secuelas, que incluyen el no merecimiento de la Gracia del bien o lo bueno; es decir,  el no ser dignos de ello, por causa de nuestro comportamiento indigno. Juicio y afirmación  que automáticamente nos sitúa lejos de Dios y de Sus Dones. No por decisión Suya, sino nuestra, por autocensura. Y que nadie investido de autoridad moral o jerarquía,  ha desmentido hasta la fecha, pese a la revelación divina de punto final o derogación de esta vieja fe, y comienzo de una vida nueva. Anuncio o Revelación  acontecida unos 2600 años atrás, en coincidencia con el final del exilio del pueblo judío en Babilonia.

Este es el virus humano por antonomasia que cierra la puerta a la DIGNIDAD genuina y original, ya mencionada…, y busca  remedio en la inventada por los hombres, protocolaria y de conveniencia, coactiva incluso, que otorga dones y privilegios a cambio de una contraprestación, precio o sometimiento. Realidad social vigente, y también metáfora y señal de que, en la práctica, seguimos viviendo en el exilio, que implica exclavitud y limitaciones. No bajo el poder de Babilonia, sino de nuestras  creencias o fe, ajenos a la buena nueva de la Revelación, reiterada y magnificada unos siglos después por Jesús, aquel joven galileo que le dio vida, en nombre y en  provecho de todos. Impulso evolutivo de incalculable valor, frenado por criterios teológicos imperantes en los primeros tiempos de un  Cristianismo interpretativo y desconocedor del  Jesús auténtico,    de donde surgieron diferentes Iglesias, además de la Católica, protagonistas de una determinante disputa teológica respecto a la posible pero  incierta naturaleza divina de Jesús, en base a   si Jesús fue “creado” o “engendrado”, confirmándose según el caso  su divinidad, y  partir de ello, la nuestra. Las conclusiones teológicas fueron tratadas y definidas en los  Concilios de Nicea (año 325) y el de Constantinopla (382), con la conclusión de que únicamente Jesús, considerado  engendrado (gestado o preexistente en el seno de Dios), es de la misma naturaleza de Dios; en tanto que el resto de la humanidad somos creados, como la obra de un artesano, y por tanto de naturaleza no divina. En clara contradicción con el sentir de otras religiones de la misma época, como el Hinduísmo que considera que el Cosmos ( todo lo manifestado) es emanado desde el seno de Brahmam (Dios), y del mensaje y obra de Jesús, así como  del espíritu de la Nueva Alianza, aquella que afirmó la presencia de Dios en el hombre viviendo una vida común con éste; ambos conceptos negados de facto en  favor del criterio teológico descrito, del que nace una doctrina oficial de obligado cumplimiento que suscribe fielmente  la vieja fe, aquella del “pecado original”, donde la DIGNIDAD humana no tiene cabida,  por ser explícitamente negada por  el hombre autodeclarado no merecedor de la misma por causa de su supuesto pecado y su culpabilidad. Y desde la cual  ninguno de nosotros podría ni puede  aspirar a ello jamás…, aún si las citadas Iglesias oficiales lo prometen a sus fieles. Ni se resuelve con actos protocolarios, ni condecoraciones, ni homenajes, ni eutanasias que no nazcan de la consciencia y la voluntad personal del solicitante; es decir de su dignidad, y no de la autoridad moral impostada de  instituciones  o personas que se hacen dueños de los derechos de los demás negándoselos a ellos;  ni con el anuncio de compensaciones posmortem magníficas, que es la vía de escape definitiva y final con la que se encubren las imposturas mayores.

Así son los hechos, sin eufemismos inútiles. Vivimos en estado de epidemia psíquica mundial desde hace más de dos mil años, somos  enfermos adictos,  contaminados y contaminantes, con la vacuna ya inventada y a nuestra disposición inmediata  de forma gratuita, que rehuimos: sin aceptar ni tomar.

Somos , quizá, los últimos de esa Humanidad que aún mantiene la esperanza aferrada a las palabras de Petrarca, el también llamado “padre del Renacimiento”; expectantes y confiados en que una bella muerte honra toda una vida.

Y, una bella vida, añado yo…, MÁS. Mucho más.

Félix Gracia (Octubre 2023)

AVISO IMPORTANTE: Tengo el placer de presentaros a una persona que ha hecho de su vida un ejercicio continuado en favor de la dignificación del ser humano; un “bello acto” de dedicación y servicio para establecer la paz y las mejores condiciones de vida a todas las personas de cualquier raza y color presentes y vivos en el mundo, como corresponde a su dignidad; una bella vida por tanto, la suya. Se trata de Federico Mayor Zaragoza, Presidente de la Fundación Cultura de Paz; exRector de la Universidad de Granada y exDirector General de la UNESCO (Organización Mundial de profundo espíritu humanista, que el mismo Petrarca bendeciría, sin duda).

Accede al ÁGORA (desde AQUÍ) y conoce cómo siente y piensa este ilustre y compasivo personaje.

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