“Crearé una criatura amable, ’hombre’ se llamará”. (Marduk. Dios en Babilonia, Siglo XVII a. C.)

O sea, que el nombre es indicativo de una cualidad implícita e  inherente a lo nombrado, de lo que ES por naturaleza. Por tanto,  la asignación de éste, es un acto de reconocimiento y afirmación de la  dignidad propia de aquello nombrado, de su valor intrínseco. Es un acto creador.

En consecuencia, esta que expongo a continuación podría ser una acertada  definición de “hombre” (mujer o varón): el hombre es una criatura amable.

Amable”, sí. Es decir: digno de ser amado (significado según la RAE) lo cual  es mucho más que ser complaciente, afectuoso o cordial…, que son  actitudes emanadas de su naturaleza “amable”,  que hablan de él, pero no son él: él es “el digno de ser amado” con independencia de cuál sea su función, comportamiento o méritos. ¿Por qué?, pues porque así lo ha “creado” o hecho real, Dios: con ese Don.

Bajo esta premisa se sugiere la existencia de tres factores partícipes en la creación de la realidad: uno, que “el hombre sea una criatura que merece ser amada”. Dos, que “el propio creador se sienta atraído o ‘enamorado’ de él (del “hombre” creado) y que inspirado por ello, construya un espléndido jardín, un Edén o Paraíso donde vivir juntos una historia de amor (como creyeron los místicos hebreos tanaítas anteriores y contemporáneos de Jesús, y aún él mismo…). Y tres, que la vida humana concebida en el origen, consista en  un idilio amoroso con Dios que, no obstante, resulta ser ignorado por el “hombre” convencional, quien por el contrario piensa, siente y actúa desde la falsa consigna o creencia en la existencia del denominado  “pecado original” que le declara  culpable y merecedor de castigo…, en sustitución de merecedor de amor.

Triste paradoja que convierte a aquella criatura amable, digna de ser amada,  en alguien indigno sumido en la desventura; en un huérfano espiritual sin raíces, ni paz ni apenas esperanza…

Así es la sociedad que hemos creado y que somos, donde el concepto “amable” (incluso en el mejor de los casos) queda reducido a un mero gesto de educación cívica, a menudo impostado, que convive con la crítica, el desprecio, el odio, el rechazo  o el maltrato a los demás, y aún a uno mismo. Porque tanto el “otro” como uno mismo…, no nos percibimos ni reconocemos amables, pues nos hemos quedado en la piel de lo que en verdad somos sin alcanzar a ver lo profundo o secreto, que es el Don.

“Crearé una criatura amable, ‘hombre’ se llamará”; suenan lejanas (si no olvidadas) en el tiempo y en la consciencia de la Humanidad las palabras de Marduk, el Creador del Universo según la cultura babilónica existente varios milenios anteriores a la formación del pueblo judío en torno a su dios, llamado Yahvéh, y de la configuración  del Judaísmo, que incorporó a su cosmovisión y su doctrina muchos aspectos de aquélla, en el tiempo que duró el exilio y la convivencia de ambos pueblos.

Sí, amigos. Estoy hablando del pueblo judío y del pueblo babilonio, y de casi un siglo que duró la convivencia entre ambos que la historia recoge con el nombre de “exilio judío en Babilonia”, ordenado por Nabucodonosor y resuelto décadas después por Ciro el Grande, rey persa y conquistador de Babilonia, que ordenó la inmediata liberación del pueblo hebreo y  facilitó el regreso a su patria. Corría el Siglo VI a.C.

Y el pueblo regresó guiado por Zorobabel, miembro de la Casa de David. Y reconstruyó el Templo en Jerusalem y la  arrasada ciudad, y se reafirmó como “pueblo de Dios ocupando la Tierra Prometida” y decidió que todo volvía a ser como antes…,  que nada había cambiado porque todo seguía estando en su lugar…

El regreso trajo consigo un gran alborozo colectivo, una alegría inmensa… Pero ya nada sería igual o lo mismo que antes del exilio, pues algo sí había cambiado: en ese intervalo de tiempo, Dios estableció una nueva alianza, o pacto, con su pueblo, cuya característica fundamental consistía en que Dios (Yahvéh) dejaba de ser una entidad separada y distinta del hombre, que hablaba y guiaba a éste desde las alturas, a convertirse en una “presencia” viva en él, instalada en su corazón. Es decir, que el mismo Yahvéh se convertía en  ser humano, inseparablemente unido a cada uno de ellos y de sus descendientes, viviendo su misma vida, cualquiera que fuese esta.

Nada podía ser igual a partir del momento en que Yahvéh se dirige al pueblo  por medio del profeta Jeremías, y dice así: “Pondré mi Ley (es decir: me pondré YO mismo) en su interior y en sus corazones la escribiré”.

Y aquel antiguo Dios del Sinaí de voz poderosa y distante que hablaba desde las alturas, se hizo “presencia” silenciosa atada por siempre al mundo y a la vida.

Jamás la historia humana ha registrado revelación mayor, ni gesto de dignificación como este que convierte de facto a Dios en hombre y al hombre en Dios. Jamás.

Y es en este contexto donde cobra auténtico significado el relato del Génesis acerca de la creación del ‘hombre’, de su naturaleza y función, hecho o creado a semejanza de Dios; es decir,  que según sea Dios, así es el ‘hombre’ resultante.

Dice el relato: “Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó (…)  Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho, y hubo tarde y mañana, día sexto” (Génesis 1, 27)

Y esa criatura llamada ‘hombre’, pasó a ser la anunciada “Presencia”, ahora ya manifiesta y tangible: Dios, en los adentros del Alma y en un cuerpo material… ¡Una epifanía!  AMABLE por naturaleza, pues es la fuente donde nace el AMOR…, “y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho”.

Amén. Hecho está, bendecido y sellado: día sexto de la Creación.

Podría terminar aquí este artículo dejándote un amplio margen para tu reflexión. Pero no quiero privarte de este matiz que añadir a la base esencial de lo que eres tú.

Vuelvo pues al Génesis y al relato que sigue a la creación del ‘hombre’ ya expuesta. Ponte en situación, amigo: “Y Yahvéh Dios formó todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre, para que todo ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera” (Génesis 2,19)

Sí, amigo, has leído bien: “para que todo ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera”. Y uno no puede evitar la comparación de estas palabras con aquellas otras de Marduk que destaco al principio: “Crearé una criatura amable, `hombre’ se llamará”, que asocia el nombre con el SER,  y la consiguiente conclusión de que “ser nombrado amable equivale a serlo, a ser “digno de ser amado”, porque así ha sido nombrado por Dios. ¿Y acaso no es esta  misma potestad la que Yahvéh atribuye al hombre creado por Él, según el texto anteriormente citado?

Resulta que, por ser lo que somos  (presencia de Dios hecha a semejanza suya, Epifanía), tenemos el don y la potestad de reconocer y activar una cualidad implícita  en todos  aquellos que pasen ante nosotros,  que incluye a la Humanidad entera.

Sobrecogedora posibilidad ésta que pone en nuestras manos la vida del “otro”, quien recibirá amor o lo contrario según cual sea mi juicio, según lo que yo vea en él, según yo lo declare. Y antes o a la vez, según cómo de limpia sea mi mirada.

Sí amigos. La vida de los otros está en nuestras manos y, de rebote, la nuestra está en las suyas. Porque dar es lo mismo que recibir y solo se recibe lo que se ha dado, puesto que constituimos una unidad tras  incontables formas, aspectos y conductas. En consecuencia,  recibimos o experimentamos el Amor de Dios en forma de Amor a los Demás.

El mundo está lleno de criaturas amables que nadie, ni aún ellas mismas, identifica, ni siente ni ve,  porque seguimos recluidos en la Caverna, en aquel hábitat de sombras ideado por Platón a modo de metáfora, para explicar a la Humanidad cómo ésta construye su realidad sobre criterios falsos. En la metáfora de Platón, dichos criterios falsos son “las sombras” proyectadas, que aparentan ser reales; en la vida humana es la creencia en el pecado original como punto de partida y base de la relación Dios-hombre, de la que nacen los sentimientos de culpabilidad e inmerecimiento de lo bueno, y la necesidad de un castigo purificador que nos haga dignos de ello. Mezcla brutal de condicionamientos absolutamente poderosos que impiden a la criatura amable sentirse y vivir  como tal.

Así,  aquel idílico Edén donde vivir una historia de amor, tal  como concibieron nuestros antepasados tanaítas a raíz de la Nueva Alianza antes mencionada, ha quedado reducido a una suerte de  anhelo infantil en la conciencia del ser humano común, sometido a la doctrina de la Caverna social del mundo, cuyos dogmas siguen vigentes. Como también sus aflictivas consecuencias de sufrimiento y manipulación.

Ahora sí, amigo y compañero, te dejo en tu reflexión personal que tal vez siga el camino de  la mía…, o tal vez no. Mas, qué importa eso si todos los caminos y los caminantes son el mismo.

Contemplaré, pues, el mundo que desfila ante mí, y me sentiré como aquel hombre habitado por Dios viendo pasar ante sí todos los seres vivientes a los que asignar un nombre, y me reconoceré en cada elemento como siendo yo o parte de mí, y me sentiré complacido con ello, y lo declararé muy bueno: amable, digno de ser amado; acogido en mi corazón donde lo guardaré por siempre…

Adiós, amigo y compañero. Estamos en la antesala de la Natividad, apenas a un paso del día del Solsticio cuando, una vez más y como cada año, celebramos el nacimiento del Sol en forma de Niño Divino que viene al mundo…

Una vez más, sí. Pero quién sabe si ésta es la nuestra…

Con mi fraternal abrazo a todos.

Félix Gracia (Diciembre 2022)

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