“…y dijo Sara a Abraham: echa a esa esclava(Agar) y a su hijo…” (Gén 21,10)
Como sabéis, Abraham tuvo dos hijos: el primero fue engendrado a raíz de su unión con la esclava Agar, en el tiempo en que su esposa Sarai era incapaz de concebir hijos. Años después, Yahvéh le cambió el nombre por el de Sara y la convirtió en fértil; y de esa capacidad nació más tarde el hijo del matrimonio llamado Isaac.
Así me expresaba hace un par de años en un artículo en relación al personaje bíblico Abraham y su relación con nosotros, seres humanos. Hoy recupero muchas de aquellas palabras acuciado por la actualidad que habla de violentos enfrentamientos entre judíos y palestinos en el corazón de Jerusalem, en plena explanada de las Mezquitas: lugar sagrado por antonomasia para el pueblo palestino, implantado (ironías del destino…) en territorio judío, su enemigo ancestral…
Hoy quiero hablar del ser humano (comencé diciendo entonces);es decir, de nosotros, a través del Patriarca Abraham. Y lo hago así porque Abraham no es un personaje histórico (o no exclusivamente), sino un impulso vivo en el alma; un poderoso arquetipo presente en nuestra naturaleza humana y por tanto con capacidad para manifestarse y con vocación de hacerlo.
La historia de Abraham, personaje histórico nombrado “padre de la humanidad”, nos convierte de facto en herederos suyos, de su alma y de su sangre, de sus motivaciones más nobles y también de las más brutales y ciegas, a modo de herencia epigenética o “potencial de acción”. Por tanto, conocer qué hizo él y cuáles fueron sus motivaciones nos advierte a nosotros acerca de qué seríamos capaces de hacer, o estamos haciendo ya.
Pues bien. Empecemos por aquí: la historia nos muestra a Abraham como padre de dos hijos: Ismael e Isaac; el primero tenido con su esclava Agar y el segundo, tiempo después, con su esposa. Esa misma historia narra que a instancias de Sara pero con el beneplácito de Yahvéh, Abraham expulsa de su casa a Agar y al hijo tenido con ella, Ismael; permaneciendo en el domicilio y con ellos Isaac. Y aquella promesa que Yahvéh hizo a Abraham anunciándole que su descendencia sería más numerosa que las estrellas del cielo y que por eso sería llamado "padre de la humanidad", se cumple a través de ambos hijos y no de uno sólo. De los de entonces y de todos los pueblos nacidos de ellos. Pues los descendientes de Isaac constituyen el pueblo judío, y el cristianismo de él nacido; mientras que los descendientes de Ismael, llamados ismaelitas o agarenos, conforman el mundo árabe de hoy, y de siempre. Dos grandes pueblos con un origen común y, en mi sentir y para gloria de la Humanidad, también con un destino común pendiente de ser reconocido.
Utilizando la metáfora del árbol, cabe identificar a Abraham en su dimensión simbólica como el tronco del que nacen dos ramas; ambas han crecido y dado sus frutos, pero no se reconocen como pertenecientes al mismo árbol. Tal vez porque Abraham, el tronco, no las siente suyas por igual… Ama o reconoce a una, pero desprecia y rechaza a la otra. Lo cual genera un sentimiento de agravio y abandono que provoca mucho sufrimiento y demanda reparación.
Por ello y en mi sentir, el actual y permanente conflicto entre judíos y palestinos no es político, sino del alma. La desavenencia entre ambos pueblos no es de hoy ni nace en aquellas tierras, sino en el alma humana y en nuestros corazones, pues todos somos hijos de Abraham, de su misma sangre. Ellas, las personas de ambos lados, judíos o palestinos, son simples, aunque sufrientes, portadoras de una noticia que a todos nos afecta. Y esa noticia es que en nosotros sigue vivo y activo el impulso abrahámico, el arquetipo sacrificial, una de cuyas características fundamentales consiste en “echar de casa” o rechazar de tu vida a alguien o algo porque no te gusta, ni valoras, ni reconoces ni estimas; una reacción inconsciente y dañina cuyo origen se sitúa en el inmerecimiento y la culpabilidad propias, básicamente. Una combinación psíquica inconsciente de la que buscamos liberarnos proyectándola sobre alguien o algo externo en quien creemos ver aquello oculto que aborrecemos de nosotros; una censura propia brutal, una autocondena que descargamos sobre el “otro”, convertido en “chivo expiatorio” de nuestro daño moral.
El Abraham histórico vivió en el año 1800 antes de Cristo, según la tradición. El otro, sigue existiendo pleno de vitalidad agazapado en la psique humana, desde donde opera sin ser reconocido.
El problema no está fuera, sino en nuestro interior. Siempre.
Y también lo está la paz.
Félix Gracia (Mayo 2021)