Dicen que en otros tiempos, mucho antes del nacimiento del hombre y cuando nada era aun, existieron el Cielo y la Tierra. Amantes cósmicos. Hembra y Varón. Masculino y femenino. Origen. Y cuentan que la Tierra (Gaia) yacía receptiva, y cada noche el Cielo descendía sobre ella y la fecundaba. Y aseguran que de ese amor nacieron los dioses, y los hijos de los dioses y los hijos de los hijos de los dioses… Que de ese amor surgió la Vida.

Pero el amor entre el Cielo y la Tierra no se limita a un hecho histórico. El suceso relatado trasciende lo puntual y adquiere el rango de Mito, que no significa fantástico o irreal, sino intemporal, que permanece vivo más allá del tiempo y del espacio como una revelación viva y permanente. El Cielo y la Tierra no son dos amantes que consumaron una romántica existencia, sino la expresión de los dos Principios básicos que dan lugar a la Creación. El primero representa la voluntad, la intención creadora y el impulso dador de vida: el hombre. La segunda, contiene en su naturaleza esencial la capacidad de materializar sin la cual ningún proceso podría cumplirse: es la mujer. Y ambos, Cielo y Tierra, hombre y mujer, padre y madre, activo y receptivo, son las dos manifestaciones del Principio Creador, o Emanador: de Aquéllo que sostiene y da lugar a a la Vida, toda. Dos aspectos pues de la Unidad Primigenia, que se complementan y alcanzan su plenitud en la fusión de ambos.

En el Hinduismo, que es una religión nacida de la antiquísima cosmovisión védica, se concibe y explica el Mito aludido a modo de una relación de pareja de dioses llamados: Shiva (ÉL, varón) y Shakty (ELLA, mujer). La historia, en forma de leyenda, narra este momento de la conversación entre ellos: “Y, tú…, pregunta Shiva. ¿Por qué te quieres casar conmigo? A lo que responde Shakti con un escueto: Porque yo estoy incompleta sin ti, y tú estás incompleto sin mí”.  Silencio…, reflexión. Sobran las palabras al buen entendedor.

No, el amor entre el Cielo y la Tierra no es un hecho histórico pasado, sino un vínculo eterno; un latido permanente que genera vida sin cesar.. El amor entre el Cielo y la Tierra es un acontecimiento cósmico que se manifiesta en todos los planos de la existencia mediante los roles macho y hembra, e impregna todo el ámbito viviente de fuerza creadora: las plantas, los animales, las flores, el ser humano…, todos han surgido de ese vínculo, y su sexualidad particular no es otra cosa que la prueba de su participación en él y su manera singular de hacerlo.

Pero el ser humano no lo ha entendido. Nos hemos sentido aislados cada uno en su individualidad sin reconocer el vínculo que nos agrupa y sostiene. Y hemos llegado a pensar que nuestra sexualidad era algo exclusivo, íntimo y personal que había que ocultar, secreto e incluso sucio que a nadie le importaba. Los humanos hemos consumido milenios sin advertir que toda muestra existencia es la participación permanente en el proceso creador, que somos “instrumento” para la acción de las dos fuerzas primigenias y que a cada instante somos requeridos por ellas para llevar a cabo con nuestro gesto una acción necesaria para el cumplimiento del Plan. Los seres humanos  no somos entes aislados, ni ajenos, ni rivales, sino complementarios. Y más allá de la ilusión de la individualidad, latimos al unísono con el Universo.

Hablar de sexualidad es por tanto algo más que una referencia a la actividad de los órganos genitales: es la respuesta a la llamada a la participación en el acto sublime y eterno de la Creación. Y quizá no sepamos reaccionar a esa permanente llamada o lo hagamos de manera  torpe o equivocada, malográndo así  la potencialidad de nuestras capacidades. Tal vez siglos de cultura errónea han tergiversado la pureza natural convirtiendo en peyorativo lo puro, y ensalzando lo perverso.

Sí…, tal vez sin darnos cuenta hemos creado el caos, empobrecido nuestro espíritu y dañado el cuerpo.

¿Hacia dónde nos encaminamos los seres humanos? Al grito falso de amor a la vida, hemos derribado los muros de la vergüenza, del pudor y el pecado sobre los que habíamos levantado el edificio de la moral, y ha sobrevenido la permisividad y la tolerancia en favor de una cultura hedonista: la del placer y la superficialidad que no va a conseguir mejores resultados aun si viene acompañada por un marketing mejor. Y es que  el camino recto no se sitúa en los extremos, sino en la conciliación de ambos. Por eso, tan equivocada resulta su represión como la exaltación.

Pienso en mis hijos y nietos, y en tantos jóvenes adolescentes que se asoman hoy a la vida movidos por un poderoso estímulo que es capaz de conducirles a los más profundos abismos, o de elevarles al cielo. Y siento que ellos lo ignoran y que los mayores no les hemos enseñado algo que tampoco supimos aprender… Los mayores, generación tras generación crecimos en la creencia pecaminosa de la sexualidad y en la conveniencia espiritual de su represión. Una cultura represora, ideológica y de inspiración estrictamente religiosa basada en el: “¡PROHIBIDO, Pecado! No se debe hacer” dio lugar a una moral restrictiva imposible de cumplir, porque se oponía a un instinto natural asociado a la supervivencia o continuidad de la vida. La alternativa era convivir con el pecado, la vergüenza y la dependencia  de quienes detentaban la “autoridad moral” en la sociedad. Guardianes severos, militantes de una institución  dominante y coactiva, que decía tener las llaves del Cielo.

Recuerdo aquellos años finales de la década de los cincuenta. El Instituto, las clases de Bachillerato…, y cómo eran canalizadas nuestras inquietudes espirituales por personas cargadas de buenas y equivocadas  intenciones; maestros espirituales, “empeñados” al parecer en hacer de nosotros los ascetas más jóvenes de todos los tiempos. Y santos.

Manejábamos pequeños blocs de bolsillo con una hoja para cada semana: Los siete días de lunes a domingo ocupaban cada uno su correspondiente casilla en sentido vertical o columnas. En el lado izquierdo de la pequeña hoja y escritos de arriba a abajo figuraban los compromisos  asumidos, desde el sacrificio hasta la visita a la Iglesia, sin olvidar la oración y, en el caso de los más esforzados e intrépidos, la ¡flagelación!

Teníamos catorce años y un fuego incontrolable en las venas.

El cumplimiento de cada uno de los compromisos se marcaba con una cruz en la casilla correspondiente y, en caso contrario, con un cero. Rezar, visitar la Parroquia, renunciar a algo muy deseado, contener los impulsos, obedecer mansamente, ayunar, no salir la tarde del domingo, dar limosna, ayudar desinteresadamente a alguien…, o colocarse un “cilicio” ( un artilugio tipo cinturón con pinchos metálicos que se clavaban en la carne) apretado en el muslo, eran algunas de las pruebas autoimpuestas reflejadas en aquellos diminutos cuadernos que, finalmente, eran revisados y juzgados por el llamado director espiritual. Una especie de cuaderno de bitácora donde cada crucecita señalaba una represión asumida por temor a la represalia o a la vergüenza de ser descubierto, más que a un logro espiritual. Sin eufemismos.

Teníamos catorce años y un volcán en el pecho.

Pero en aquellos cuadernos había algo más. En ellos aparecía bien  destacada y visible la cuadrícula terrible, la superlativa, la del diez “cum laude” que eclipsaba a todas las demás y marcaba la talla espiritual del guerrero aventurado a sus catorce años en la batalla de la auto observación y el dominio de sus impulsos instintivos. Era el apartado denominado “acto solitario”; porque la palabra masturbación estaba prohibida. Aquella era la prueba de la verdad. Uno podía haber rezado hasta la saciedad y haberse apretado el cilicio -comprado en un convento de Monjas de Clausura de la localidad- Pero de nada servía todo aquello ante la “caída” por antonomasia: aquél era el pecado de los pecados y solo había una manera de demostrar el temple del joven guerrero: presentando una hoja sin manchas en las mencionadas casillas. Ni un solo “cero” denunciador de la flaqueza. Ni una sola avenencia con el demonio. Ni un solo titubeo carnal. Porque el cuerpo -se nos decía- era el enemigo del alma y un impedimento para la salvación.

Teníamos catorce años. Tan solo catorce años, y ya habíamos aprendido que vivir era pecado.

LA FUNCIÓN SEXUAL

Desde un punto de vista doctrinal/espiritual, Occidente atribuye una única función sin mácula a la sexualidad, que es la procreación. Cualquier otra intención ha sido y aún es considerada por lo general ilícita o pecaminosa, afirmación que resulta, cuando menos, altamente restrictiva. Pero hay más…

Si la sexualidad -conforme al sentir que la humanidad defendió  milenios atrás cuando la pureza infantil aún no se había diluido-  es una función cósmica basada en la interacción de lo masculino y lo femenino  que alcanza su perfección en la fusión de ambos, si es así, digo…, entonces necesariamente su fin último ha de ser éste; es decir, la identificación de ambos  polos como constituyentes de la unidad, la síntesis de los opuestos y la comunión. Y en esa búsqueda de la unidad, en la que se inspira el matrimonio entendido como vía hacia la unificación de ambas polaridades, estarían enmarcadas las demás funciones derivadas de la capacidad creativa como la de procrear, auténtica evidencia de que la unión no solo es posible sino también fecunda.

Comprender, pues, el significado de la sexualidad es descubrir en nosotros el latido creador del Universo, que unas veces exige la intervención del aparato genital para crear y otras no. Pero todo ello es creatividad, tanto si lo que nace es un hijo biológico o físico, como si se trata de un pensamiento, de una emoción, de un deseo o de una obra artística. Esa es la maravilla de nuestra existencia, ser vehículos de la Creación exquisitamente diseñados.

Los paradigmas o modelos de nuestra cultura actual apenas si tienen historia. Nada comparado con otras tradiciones milenarias como el Taoísmo, que tiene sus raíces cinco mil años atrás, o el Hinduismo. Ambas filosofías profundizan en la esencia del ser humano y reconocen en él una poderosa energía creativa que llaman kundalini, bautizada mucho tiempo después en Occidente con el nombre de libido, pero que no es lo mismo, sino una versión reducida erróneamente asociada y limitada al instinto sexual. La  kundalini, más allá de fáciles etiquetas relacionadas con el sexo, es la fuerza creadora expresada a través del cuerpo humano y mediante la cual podemos llevar a cabo creaciones o realidades tan diversas como engendrar un hijo, escribir un poema, montar un negocio, experimentar una emoción sublime, tener un pensamiento mezquino, devenir en esclavo del miedo o de la furia…, y un larguísimo  etcétera.

LOS SIETE CHAKRAS

La fuerza creativa no contiene una sola cualidad, sino múltiples. Por ello, las obras surgidas de nuestra actividad creadora serán de una u otra manera atendiendo a nuestra motivación y al  respectivo  nivel de  conciencia, que inspira y dirije la distribución de dicho caudal energético alimentador de siete centros donde se configuran todo tipo de potencialidades que darán lugar a la experiencia o acción,  desde los instintos más bajos hasta la más noble y pura compasión o elevada espiritualidad. Una suerte de “recipiente” situado a lo largo de la columna vertebral con siete “grifos” invisibles, o vórtices llamados chakras, por donde se canaliza la energía, siendo el más inferior de ellos o primero, el que suministra al centro sexual, en la base de la columna; y el más elevado o séptimo, el que nos conecta al mundo del espíritu, situado en la parte superior del cráneo. Entre ambos extremos, se sitúan el resto de los chakras que alimentan muy variadas emociones, temores, ambiciones e intelectualidad hasta llegar al séptimo, que es la “puerta del Paraíso”.

Conforme al esquema descrito, parece lógico pensar que si se mantiene abierto el primer “grifo” dispensando una gran afluencia energética a la actividad sexual, pueda afectar al suministro de los otros centros superiores, por lo que aspectos más elevados y esenciales del ser redarían paralizados. En este supuesto, el excesivo  e incontrolado consumo sexual estaría dificultando el acceso a la espiritualidad, mermando o impidiendo el abastecimiento de energía al chakra más elevado. Bajo este punto de vista y siguiendo el razonamiento,  el cierre del “grifo” que alimenta al apetito sexual facilitaría la actividad espiritual del séptimo centro, puesto que habría energía disponible. En este análisis -por otra parte lógico- se basa la recomendación y/o exigencia de la continencia sexual, practicada por algunas personas e impuesta en determinadas instituciones y colectivos.

Pero las cosas no son tan simples para el ser humano en general, pues la eliminación de la función sexual en razón a  un posible y aparente beneficio, implica un importante acúmulo de dicha energía que, de no ser transmutada en otro tipo de experiencia dará lugar a que los otros centros resulten “contaminados” de sexualidad. Los deseos, los sentimientos, las emociones y hasta los pensamientos se verán teñidos con la sexualidad reprimida…, y el espíritu dañado por una castidad del cuerpo mal entendida.

LA REGULACIÓN DE LAS ENERGÍAS

El camino hacia la plenitud que representa la identificación del opuesto y la fusión con él, no es en absoluto fácil. La complejidad de nuestra naturaleza y el gran potencial creador que se expresa a nuestro través, coinciden con un bajo nivel de conciencia que impide el uso y canalización adecuados. Somos como un niño ante el cuadro de mandos de un avión supersónico, y por ello generadores de confusión y de caos, en nosotros y en el entorno.

Discernir, saber que la energía creadora que nos conmueve puede convertirse a la vez en un poderoso obstáculo hacia la realización última, es una tarea previa que debe ser atendida y resuelta antes de adentrarse en compromisos mayores, y hacerlo de la mano de un maestro iluminado. El consumo sexual genital puede minimizar otros logros creativos y el acceso a la experiencia cumbre. Pero su represión también afecta a dicho progreso debido a la impregnación contaminante descrita. Y todo eso hay que saberlo. Hay que aceptar la grandeza de la obra, que es nuestra vida, sabiendo que el camino está sembrado de riesgos, y asumir la conveniencia ocasional del dispendio de energía sexual/genital en beneficio de la pureza o la no contaminación del espíritu, cuando no se es capaz de transmutarla. Y establecerlo así, sin condena moral ni castigo.

La castidad es, sin duda, una vía directa y acelerada de crecimiento espiritual. Una alternativa a la vía tántrica oriental que implica la sublimación del orgasmo, conducido hasta el séptimo chakra a través del meridiano que recorre los otros centros. Pero, de la misma manera en que esa experiencia tántrica requiere un árduo entrenamiento y un dominio de la técnica adecuada, asimismo la castidad exige el conocimiento del mecanismo energético y la transformación del impulso sexual en otro tipo de obra, para que el equilibrio no se rompa dando lugar a contaminaciones psíquicas y a enfermedades. La castidad es un camino corto, pero estrecho y difícil de andar. Por ello, no se debe recomendar alegremente a cualquiera ni menos aún imponerse. El peregrino que se aventure a recorrerlo, ha de ser también un alquimista.

Cuántos sueños amorosos, cuántas fantasías sexuales, cuántos deseos insatisfechos ocuparon nuestros silencios en aquellos años adolescentes. Cuánta creatividad sigue hoy perdida, maltrecha y oculta bajo el velo del pecado, y cuánta más que nunca hallará el cauce que la identifica con el latido de la Creación, perdida  tras las sugerencias de una sociedad hedonista, egocéntrica, dominante y  coactiva. No justa, ni compasiva.

Cuánto por hacer.

Félix Gracia (publicado en la Revista CONCIENCIA PLANETARIA en Abril de 1991).  Recuerdos de mí.

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