El Hombre atrapado en la incertidumbre camina a ciegas, incapaz de distinguir los infinitos matices que unen los mundos extremos donde habita. Limitado por el tiempo y el espacio, no alcanza a comprender la totalidad de la Existencia, la eternidad de lo Absoluto. Pero conviene saber que en dicho estado, el denominado “instinto de perfección” es la firme respuesta de la Evolución, implícita en todas las criaturas, para ampliar su nivel de conciencia; superando así la ignorancia que limita y es causa de sufrimiento en el interminable viaje hacia Dios.
Sí, conviene saberlo y recordarlo. Porque… , cuando las nuevas trompetas del Apocalipsis inundan los espacios presentes con el temor y la muerte; cuando la amenaza de extinción ensombrece a la especie humana y todo lo logrado por ella se juzga erróneo o perverso; cuando la experiencia de la Humanidad duele a fracaso y se apela a la purificación general. Cuando surge la desesperanza… ¿qué esperanza nos queda?
¿Acaso la humanidad es fruto de la perversión, de la transgresión profunda de la Ley que regula la Creación? ¿Somos una especie en rebeldía que origina el caos y debe ser aniquilada? ¿Es la Creación un proceso vulnerable, y los hombres criaturas que se degradan? ¿Está todo mal, corrompido, en declive y es necesario arrasar para empezar de nuevo? Entonces… ¡tanto testimonio, tanta doctrina sembrada durante milenios en los corazones, tanta promesa de salvación, tanto anhelo…! ¿ha sido todo en vano? ¿es falsa nuestra “naturaleza semejante” a la de Dios? ¿Qué será, en fin, de nosotros?
CAMINAR A CIEGAS
Vivimos en la dualidad, en los extremos de cualquier cosa, pero no en el centro. Hay un camino entre el blanco y el negro que no hemos transitado, una sucesión ilimitada de puntos intermedios y de matices que no ha captado aún nuestra consciencia, millones de oportunidades que nunca se hicieron experiencia viva porque tan sólo hemos visto lo blanco… o lo negro. Los extremos. Y hemos identificado el uno con lo <<bueno>>, resultando el otro su contrario. Pero no hemos descubierto la verdad que subyace entre ambos.
Blanco y negro, bueno y malo, espíritu y materia… Caminos, caminos… Meras referencias, aunque excesivas y extremas, para orientar a la conciencia y no para que se establezca en ellas. Pero se establece a pesar de todo. Y vivimos en los extremos de la cruz que integra a los infinitos pares opuestos, sin encontrar el centro que los aglutina, sin llegar al punto que equilibra todas las tensiones. Sin “crucificarnos”. Blanco, negro… decimos desde nuestra ignorancia. Gris, gris, gris… late el Universo.
Pero no hemos comprendido aún. Caminamos lentamente y apenas percibimos los destellos espectaculares de los extremos –de lo blanco o de lo negro– iluminando nuestro camino. Y hacia ello nos dirigimos incapaces de ver entre los infinitos matices que los unen. Es fácil ver el extremo, mientras que la percepción de los puntos intermedios requiere de un ojo especial, del ojo de la conciencia que se templa, paradójicamente, en los extremos. Allí, la visión de la realidad está distorsionada, pero sepamos que sólo se descubre la distorsión cuando se ha vivido. Y no importa que, impactados por el descubrimiento, rebotemos al otro extremo creyendo que aquél es mejor, pues ese viaje pendular nos hace progresivamente sensibles a los tramos intermedios.
La vida toda es un viaje fantástico que traduce en experiencias reales, en “mundos”, los impactos recibidos en cada extremo. Y esos mundos serán –como los impactos recibidos– distorsionados, parciales y temporales, aunque en ese momento nos parezcan perfectos. Más tarde surgirá la duda, la interrogación acerca de las cualidades de ese mundo establecido, y esa será la señal de que estamos observándolo desde otro punto; de que estamos cambiando. Y entonces nos parecerá equivocado e inútil y desearemos construir otro que, con el tiempo, también será cambiado por otro, y otro…
MIRAR HACIA ADENTRO
La Vida es algo que no tiene límites, ni principio ni final. La Vida es un estado de existencia eternamente presente, aunque nuestra capacidad de comprensión sólo la descubra en sus manifestaciones puntuales definidas por el nacimiento y la muerte. Y esas manifestaciones sí que son limitadas en el tiempo y en el espacio.
Comprender el porqué de la manifestación espacio-temporal de la existencia es descubrir la esencia de la propia Creación, es descubrir la intención del Creador y, eso, está aún muy lejos de nuestro alcance si lo miramos desde el nivel de conciencia presente: desde la manifestación espacio-temporal que hoy creemos ser. Fuera de ella, antes de ella, sí que tenemos la comprensión de la totalidad de la Existencia, de la Vida, de lo Absoluto –puesto que somos ello–, pero cuando nos manifestamos, cuando lo invisible se hace visible, material o físico, perdemos no sólo la comprensión, sino también el recuerdo.
Nada resulta azaroso, sin embargo. La manifestación terrenal, la encarnación temporal de la existencia, responde a un patrón preexistente, a una intención, a una idea, a un arquetipo que luego se plasma en experiencias concretas en el nivel más cercano a nuestra percepción, que es el físico: el mundo de aquí al que llamamos real.
Podría decirse que cada uno de nosotros, cada una de las criaturas existentes, es la respuesta a un código metafísico que inspira nuestra conducta. Un código emanado en ese nivel de conciencia que algunas tradiciones denominan Mundo de la Mente, pero que tiene sus correspondientes réplicas en los niveles inferiores. De esta manera, el cuerpo físico, que es el vehículo a través del cual se materializan todas las experiencias en este mundo, contiene la impronta energética del arquetipo inscrita en el núcleo de todas las células, configurando lo que hoy ya se conoce como código genético: la clave de la vida.
¡Cuánta sabiduría encerraban aquellas recomendaciones de los antiguos maestros acerca de la necesidad de mirar dentro de nosotros, del viaje interior, de la introspección como vía hacia la iluminación! El cuerpo físico lo sabe todo, pues en él están guardadas las claves de nuestra existencia conectadas a la Existencia. El cuerpo físico es el habitáculo de lo trascendente, de lo infinito y eterno; de la Esencia, que es causa de todo. Por eso el cuerpo es el templo del Espíritu. Pero, como dije antes, al encarnar perdemos la comprensión del todo y hasta el recuerdo. Carecemos de nuestras referencias remotas y nos identificamos con lo que es una simple y temporal manifestación: la personalidad, el Yo. Y ese Yo que creemos ser, es quien interpreta los impulsos nacidos del código genético y los traduce en experiencias generalmente dualistas, en posturas siempre enfrentadas a otras que considera <<malas>>. El mundo dividido y la perversión son frutos del Yo, desconectado de la fuente de energía, del arquetipo. Pero también es cierto que esa polarización extrema y excluyente nos permite afinar progresivamente la consciencia, haciéndola cada vez más sensible a lo menos evidente, a lo sutil.
EL INSTINTO DE PERFECCIÓN
Hay pues un camino que arranca en lo grosero y continúa hacia lo sutil, aunque nuestra ignorancia impida su comprensión y juzgue la existencia como un proceso decadente. La Creación no conduce a “inframundos”, sino a estados de mayor perfección o complejidad, alcanzados unas veces por la vía de la comprensión, y otras por la del dolor. De esta manera, los errores en nuestra conducta generan períodos de aparente decadencia que no son sino circunstancias provocadoras de dolor. Lecciones, en definitiva, pero no fracasos.
Hay, sí, un camino de progreso, una permanente llamada hacia niveles superiores que surge de nuestras propias células, del código genético inscrito en ellas. Y esta es una gran verdad a la que se refirió el célebre bioquímico Albert Scent Gyorgi al hablar de “la fuerza que actúa desde la periferia de las células hacia su núcleo” modificando así el mensaje contenido en el ADN y, por ende, la conducta. Ante dicha realidad, todos los errores y hasta las perversiones más graves se relativizan y cobran un nuevo sentido: todo resulta útil, todo ayuda a crecer, todo forma parte del proceso, todo son etapas, lecciones; todo es temporal. Todo, excepto el propio instinto, la llamada profunda hacia la perfección, que sí es eterna.
Esta es nuestra gran esperanza, nuestra fe. La roca sobre la que nos asentamos cuando las voces que descalifican y condenan quieren hacernos creer que somos hijos del pecado y la perdición. Esta es la seguridad que nos levanta del suelo, aunque caigamos mil veces. Esta es la semilla de Dios plantada en todas las criaturas.
Los maestros han hablado de ello a lo largo de los tiempos. Nos han dicho que caminamos hacia Dios, que salimos de su seno y volvemos a Él. Que estamos sumidos en su Esencia. Que somos en Èl y, por lo tanto, que compartimos su naturaleza. Pero adquirir el nivel de conciencia preciso para saberse así, es lo que nos lleva a recorrer los caminos de la Vida incurriendo en errores; comprando el oro viejo aun cuando aspiramos al verdadero.
Hemos nacido en un tiempo y en una cultura ignorante que nos ha hecho sentir pecadores en estado de condenación, seres diminutos caídos al más inferior de los mundos cuyo destino es el sufrimiento. Hemos crecido en medio del negativismo y del temor, sin otra alternativa que la de alcanzar la misericordia de un ser todopoderoso a quien hemos situado lejos de nosotros y revestido de nuestros mismos defectos. Y hemos convertido en raquítica y pesimista una experiencia que debería ser la manifestación de la plenitud y la abundancia. Sí, hemos poblado la Tierra, pero no hemos implantado en ella a Dios. Hemos hecho un largo camino, pero el dolor ha lacerado nuestros pies. Cada paso, una llaga. Cada llaga…, ¿una oportunidad?. Ese es el camino cuando se carece de consciencia, cuando se parte del error.
La Humanidad tiene hoy ante sí un futuro insospechado. Todo un universo de nuevas realidades se abre ante sus ojos. Nuevos hombres y mujeres, nuevas sociedades. Un nuevo pueblo sobre la Tierra habitado por nuestros hijos, y por los hijos que les han de suceder. Una nueva raza nacida en la creencia de que son habitantes del Cielo venidos a este Planeta; seres luminosos conectados al Espíritu por lazos invisibles, criaturas que llevan en sus entrañas la semilla de Dios, seres impulsados hacia Él por un instinto que es la evidencia del vínculo que los une. Hijos de la Luz venidos a la obscuridad de la materia o mundos inferiores, para iluminarlos, para hacer que en la tierra las cosas sean como en el Cielo… Aunque se sigan equivocando, aunque fallen como nosotros fallamos. Ellos tendrán algo que nosotros no tuvimos: la certeza del vínculo con lo divino, la seguridad de que existe una apetencia de Dios, un instinto de perfección en todas las criaturas que les conduce, irremisiblemente, hacia Él.
Suenan, efectivamente, las trompetas del Apocalipsis en anuncio de la gran purificación, y hasta asumimos que quizá no hay otra salida sino la conmoción dolorosa para esta Humanidad degradada e inconsciente. Creemos ver en los tiempos actuales el cumplimiento de las profecías de antaño que hablan de un final aflictivo, y nos sobran argumentos para avalar dicha creencia. Igual que lo sintieron otras civilizaciones en el pasado.
Sí, tañen las campanas de nuestra conciencia inquietas por un estado presente que duele como de “mundo viejo” que ya no nos sirve para caminar. Pero tañen porque lo contemplan ya desde la otra orilla que aún no pisamos, desde la intuición de otra realidad que convierte en obsoleto lo conocido y aspira con alegría a instaurar lo nuevo… Otra realidad surgida del instinto de perfección siempre latente, siempre acuciante en ese viaje interminable cuyo destino tal vez sea lo mismo que lo inspira y sostiene: Dios.
El Alfa y la Omega, principio y final de la Creación. Y del viaje de la vida.
Félix Gracia (M.A. de la Ciencia, año 1988)