“Él (Dios) no consentirá que resbalen tus pies; no se adormecerá tu custodio.…” (Salmo 121, 3)
Voy a hablar de los pies. Sí, amigo: voy a escribir una alabanza a los pies; o si lo prefieres, al ser humano en su inabarcable complejidad, física y metafísica, que es sostenido y llevado por unos pies.
Llevado, digo, lo cual sugiere movimiento y cambio; traslado de un sitio a otro, sea éste un lugar físico o un estado del alma. Alejarse o regresar. Descender o subir…, por ejemplo.
Y los pies, como referencia y punto de inflexión del movimiento y del camino.
En este punto de observación donde me sitúo, aparece el escenario de la mayor de las parábolas de Jesús…: aquella que habla de un hijo que abandona la casa de su padre para entregarse a la experiencia del mundo, y mucho tiempo después, dolorido y cansado regresa a ella… Y su padre prepara un banquete de celebración porque el hijo que se fue, ha regresado…
Sí, me refiero a la hermosa metáfora de la vida que es la Parábola del Hijo Pródigo, como ya sabes. Pero también a los pies, que inspiran mi reflexión: silenciosos y humildes partícipes en éste y en otros grandes momentos como el lavatorio realizado por Jesús a sus amigos; y otros muchos manifestados en la vida cotidiana y aparentemente menores, como el caso que conozco de una persona muy cercana, aquejada de una deformación de sus pies sobrevenida con el paso de los años y tras una vida de dedicación a los demás, de vida “adaptada” a los “otros”, de ayuda permanente para que éstos realicen sus caminos, ajustando a ellos el suyo propio…, con naturalidad. Sin hacerse notar. Por Amor. Por ese sentimiento que “hace de la vida común una vida compasiva”, de comunión con el otro que, en mi sentir, ha dejado en su cuerpo una señal a modo de trofeo: se llama pies “conformados”, o ajustados a la necesidad del otro; a sus pasos o camino. Un signo, y no una deformidad…
Si, amigo: los pies son nuestra seña de identidad y el eje de simetría entre el Cielo y la Tierra. Ellos tienen asignada una instrucción que ningún otro órgano corporal dispone. Y algo de esto ha debido intuir la sociedad cuando establece el “ponerse en pie” como gesto de reconocimiento y respeto. Y de acción.
¿De dónde viene esa inspiración? De atrás, de muy atrás…
Así que retrocedemos unos 2600 años en el seno de nuestra cultura, para situarnos en pleno Exilio del pueblo hebreo en Babilonia. Tiempos de la Nueva Alianza o “Segunda Ley”: aquella que concibe a Dios como una “Presencia” viva en el interior de las personas, a diferencia del antiguo Dios del Sinaí alejado y externo a lo humano; aquella nacida de la promesa divina anunciada por el profeta Jeremías: “…Pondré mi Ley en su interior (es decir, “me pondré YO mismo”) y en sus corazones la escribiré…”; y de su cumplimiento, que significa que “Dios vive la vida que vives tú” en directo y de manera permanente, aún si tú no lo percibes…
Situémonos ahí, ante la revelación del “Dios inmanente”, presente y activo en el Hombre, mujer y varón, quienes pasan a ser “formas” o vehículos de Dios mediante las cuales ÉL/ELLO se manifiesta o hace visible (y no siervos ajenos ni objetos) siguiendo un proceso de emanación desde sí mismo idéntico al contemplado en el Hinduismo respecto a Brahmam, cuya “presencia” inmanente en lo creado es reconocida con el nombre de Atmán. La misma que el pueblo hebreo denomina Shekinah, y Jesús: “Padre que está en lo secreto” o interior.
Pues bien, esta nueva concepción de Dios que es fruto de la revelación y no de razonamientos, comenzó a ser lentamente entendida y expresada mediante hermosas metáforas alusivas al misterio recién instalado “de golpe” en el corazón; dando origen a una tradición de la que me siento partícipe agradecido y dichoso.
He tenido la fortuna de conocer los pasos de algunos de aquellos bendecidos Tanaím, que así se llaman los miembros de la mencionada tradición; de penetrar en ese sagrado recinto de los místicos que precedieron a Jesús, y de éste mismo, que también lo fue: del Yeshuah hebreo, anterior a la adaptación católica conocida que apenas se parece al real. Y beber de sus fuentes, y emocionarme con sus metáforas, y llorar como un niño ante su inocente visión, su ingenuidad y su pureza infantil. Y entender a Dios-Dios y a Dios-Hombre. Y también al que solo se sabe humano, sin Dios…
Sí, he tenido la fortuna de conocer que la Creación del Hombre, mujer y varón, es una “historia de amor” de la cual nos habla el cuerpo.
Una historia permanente, siempre activa; haciéndose a modo de un viaje de ida y regreso, de ausencia y reencuentro entre los amantes… Con un punto de inflexión que, un día, pone fin a la distancia y despierta el ánimo de volver, y el encuentro. Y ese punto mágico reside en los pies. Sostén del cuerpo y del Alma.
No lo expresan con esta precisión los primeros Tanaím como Akiva o Shimón bar Yojay entre otros, cuyas intuiciones fueron formuladas a modo de metáforas y recogidas en textos esenciales, como el Zohar o el Bahir… Pero está claramente sugerido por sus concepciones reflejadas en el esquema simbólico denominado Árbol de la Vida, que es en verdad un diagrama del cuerpo físico humano…, y de una “historia de amor”. Una hermosa concepción que narra el origen del Hombre en el Paraíso en comunión con Dios, su pérdida y alejamiento hasta alcanzar la periferia o las afueras de Dios, su temporal olvido y su regreso.
Un relato del descenso real del Espíritu hasta hacerse Materia cuyo inicio sitúa el diagrama en la cabeza del cuerpo, y el punto final donde confluyen ambos, en su extremo más alejado posible que son los pies: habitáculo físico y simbólico del Espíritu en el que permanece por siempre confinado. Fin del viaje de ida, por tanto, y lugar donde comenzar el regreso. Y, entretanto, sala de espera, de reconocimiento entre Espíritu y Materia y de recepción mutua que da lugar al “Dios Uno” cantado en el Shemá de la Segunda Ley. La oración más sublime…
Los pies, como sostén del cuerpo y punto de encuentro e inflexión para el Alma. Lugar de estancia, de olvido temporal y de renacimiento, como un humilde Belén personal que nos lleva mientras permanecemos en el Mundo y la Materia; espacio donde iniciar el retorno sin salir de él, sin escapar, sino manteniéndose firmes. ¡En pie! Porque el viaje que consuma la “historia de amor” no es físico, sino de la consciencia. Y se cumple donde tú estás, en ti y contigo.
Los pies como símbolo y punto de encuentro definitivo. Y el Hombre (mujer y varón) como “Templo y Sagrario” del matrimonio que sella la Nueva Alianza prometida, y el Reino de los Cielos en la Tierra.
Detente un momento y medita estas palabras. Date cuenta de la envergadura de la experiencia humana que se nos anuncia…
¿Entiendes ahora porqué Jesús lavó los pies a sus discípulos? No, no fue un gesto de humildad, sino de reconocimiento y respeto a esa parte tan simbólica y esencial y la tal vez más ignorada del cuerpo, que tras dicho gesto cobra relevancia y el poder de suscitar el deseo, la fuerza y el impulso de emprender un camino como el de regreso del Hijo Pródigo a la casa de su Padre, que también es el tuyo: de ese Padre que te espera desde que saliste de ella porque sabía que volverías, y decidió hacerse eterno para darte tiempo de volver…
Así se desarrolla la “historia de amor” a la que me refiero y que da sentido a nuestra vida.
Sí, querido amigo/a. Y quizá también entiendas que, aún si no te conozco pero conociendo lo que acabo de exponer, me despida de ti con este sincero: “a tus pies…”
Félix Gracia (Mayo 2022)