...y la corrupción moral dominante

¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, el llamado Mesías?  

Ellos respondieron: a Barrabás”  (Mateo  27,17)

Las cosas no ocurren porque sí, sino formando parte de un proceso. Un objeto no es un hecho aislado, sino parte inseparable de un proceso en el que distinguimos la fabricación del objeto, la elección de materiales, su previo diseño y, antes que todo ello, la idea de su creador. Y es el conjunto de los factores el que determina el resultado final. Así es en todos los casos, aunque  el proceso que antecede a la manifestación de algo no resulte siempre tan obvio o sencillo como en el ejemplo anterior. Es el caso de las manifestaciones no materiales como, por ejemplo,  un estado de ánimo o una conducta personal. En estos casos puede resultar menos evidente la existencia de un proceso que respalda la evidencia, pero existe igualmente y, en el origen del mismo, hallamos siempre una causa generadora que, al igual que la idea originaria de cualquier objeto, es de naturaleza intangible: mental. O más propiamente, psíquica. Es decir, del alma y de la mente.

Así descubrimos, por ejemplo,  que la enfermedad se manifiesta en el cuerpo, pero ha nacido en la psique. El cuerpo sólo hace visible la existencia de un conflicto en otro nivel. De igual manera, nuestra forma de actuar o conducta, representa -al igual que  la enfermedad- el final de un proceso que también se origina en el alma.

En estos días se habla como nunca de corrupción. Los casos de corrupción destapados están por doquier y afectan a instituciones y personas de alto nivel social, circunstancia que confiere mayor relieve a los hechos y los convierte en noticia de portada. Así nos enteramos todos de que “la corrupción existe” -como una insólita novedad- aunque por la particularidad de los hechos denunciados y por nuestra ignorancia la asociemos al dinero, como si éste fuera el único modo de corromper, y a las personas actoras, como si sólo ellas fuesen las corrompidas. Y no es así. Corromper significa descomponer, adulterar, pudrir, pervertir, impurificar, degradar, deshonrar, infectar, ensuciar, prevaricar, difamar, oscurecer, malversar, humillar, prostituir, escandalizar, contaminar, quebrantar la moral, defraudar, maldecir…, por citar sólo algún sinónimo. Y quien practica alguna de estas acciones comete corrupción. Salga ésta a la luz o permanezca en el anonimato.

La corrupción es la acción y el efecto de corromper o corromperse. Es decir, el comportamiento o conducta -que incluye el pensamiento y la palabra, además de los actos- basada en la práctica de alguna de  las acciones enumeradas o de sus múltiples ramificaciones. No obstante, la mencionada conducta no es un asunto estrictamente personal aunque se exprese o practique de ese modo, sino colectivo. La corrupción anida como posibilidad en el alma humana, a modo de cualidad en “estado latente” y por tanto capaz de convertirse en realidad. Como tal cualidad configura una cara de la moneda. En la otra cara se halla su opuesto, que significa ennoblecer, mejorar, sanear, regenerar, edificar, consagrar, purificar, bendecir, santificar…, por citar  algunos sinónimos igualmente. Y el ser humano incorpora  la moneda completa, la doble capacidad.

Esto no es un misterio recientemente esclarecido, sino una verdad desvelada hace milenios. Así, Krishna -siglos antes de Cristo- advierte a Arjuna, en esa joya llamada Bhagavad Gita, que el ser humano incorpora en su naturaleza una doble matriz: divina y demoníaca o perversa, y que podemos dar vida a lo uno o a lo otro. O tal vez, a lo uno y a lo otro, porque ambas matrices o potencialidades existen juntas y se complementan, sin que una de las dos pueda ser excluida o negada. ¡Todo un desafío para el ser humano, llamado a descubrir su sagrada unidad!

Siglos después, Jesús, protagoniza una situación donde ambas polaridades son mostradas al mundo: el Bien o la santidad por él representada, frente al Mal o la perversión que representa Barrabás; la matriz divina frente a la demoníaca. Este es el escenario: Pilato da a elegir al pueblo a quién liberar, y el pueblo muestra su preferencia: elegimos la corrupción, el Mal. Elegimos a Barrabás.

El suceso, aún pudiendo ser histórico,  trasciende la historia personal de Jesús para convertirse en símbolo. A partir de ese acontecimiento, Jesús y Barrabás dejan de ser personajes históricos para convertirse ante nosotros en referentes de dos impulsos contrapuestos que conviven en el alma humana; personificaciones de dos arquetipos o matrices en “estado latente” a los que podemos dar vida o manifestar con nuestros actos; y en evidencia de que la atracción por el Mal supera al Bien, impulso que pone de manifiesto la existencia de un condicionamiento en nosotros que sin negar el Bien, antepone la necesidad del Mal… Para alcanzarlo -quizá- creyéndolo necesario. Estado psíquico éste, que tendría su origen en el dogma del pecado original y sus secuelas en forma de sentimiento de culpabilidad, que nos convierte en  merecedores de castigo y no merecedores del Bien o lo bueno; es decir: en atractores del mal que conlleva sufrimiento.  Un dogma que nos limita, guía  y condena.

La corrupción que en estos días es noticia de portadas, es  una llamativa advertencia de que Barrabás está vivo y presente en nuestras vidas, y con él la atracción hacia el Mal. Pero al propio tiempo, también nos indica que existe Jesús. Si el uno existe, el otro también. Esa es la ley de la polaridad. Por ello, la  corrupción presente, que habla de sí misma afirmando la existencia del Mal y su poderoso atractivo,  también representa  la oportunidad de mirar al otro lado de la moneda donde vive Jesús, que es la opción de dar vida a los aspectos más nobles y puros del alma: el Bien.

La opción del Bien se moviliza en el alma impulsada por el Mal evidente. La apetencia de aquél se hace mayor cuanto más protagonismo alcanza éste, porque la radicalización de un polo potencia su opuesto facilitando así su inevitable despertar. Por tanto, el protagonismo de Barrabás -el Mal- mantiene vivo al Jesús latente que espera -el Bien-  quien con absoluta seguridad saldrá a la luz, impulsado paradójicamente por la misma fuerza que lo mantenía oculto.

En la práctica, esta dinámica a favor del Bien moviliza el deseo de hacerlo presente, manifiesto o real, y suscita en nosotros un ansia por alcanzarlo basada en la creencia tácita de que para lograrlo hay que eliminar su opuesto; premisa fundamental  que expresamos en forma de confrontación, negación,  rechazo y  condena del Mal manifestado. De este modo, nos volvemos críticos y censores de todo cuanto no encaja en nuestra idea del Bien, convirtiéndonos en condenadores de aquello mismo que ha movilizado nuestra conciencia hacia lo presentido como “mejor”, sin sospechar que la solución no está en la condena ni en  la destrucción del opuesto  que actúa como mensajero, sino en su reconocimiento, en la aceptación de su necesaria e inevitable  presencia, porque sirve a la opción de vida basada en la polaridad, que es la vida humana, dilemática en sí misma.

El sueño de un “mundo nuevo”, pues,  no se realiza a través de la confrontación ni de la lucha contra lo opuesto a nuestro ideal, sino mediante la comprensión de su existencia y el reconocimiento de su función en la Creación, donde cada cosa es significativa. Todo intento por eliminar un polo resulta inútil. La vida humana consiste en experimentar los extremos, desde el sufrimiento al gozo, desde el blanco hasta el negro pasando por los incontables matices del gris. La vida humana es así, el mundo es así, y no hemos venido a él para cambiarlo, sino para cambiar nuestra visión reconciliando los opuestos. El “mundo nuevo” por el que soñamos no es otro lugar, sino  un estado nuevo del alma: ése donde todo es reconocido perfecto, adecuado y santo, porque nació bendecido por el Creador.

Para ser cumplido, este gesto exige una elevación del nivel de conciencia del ser humano que trasciende todas sus identificaciones personales, hasta alcanzar “el punto de vista de Dios”. En ese espacio intangible del alma, todos los dilemas desaparecen y sólo existe la unidad que se manifiesta de incontables formas, como las facetas de un único diamante. En ese inefable lugar, el Reino de los Cielos, como el sol o la lluvia, es derramado por igual sobre justos y pecadores: caras opuestas de la misma moneda que caminan juntos sin reconocerse, enfrentados, enemistados, ignorando cada uno la razón de la existencia del otro.

En ese instante sin tiempo en que a través del Mal descubrimos el Bien y  comprendemos que ambos son aspectos diferentes del Todo Creador, percibidos y experimentados separadamente por los seres humanos porque esa es la cualidad fundamental de la vida expresada por la metáfora del “Árbol del conocimiento del Bien y del Mal”…, en ese instante inefable -digo- uno tiene la tentación de repetir para sí mismo el juicio ante Pilato y contestar a su pregunta sobre a quién liberar, de la manera en que siento lo haría Dios: el reconocido como Justo y Misericordioso a la vez. Aquel donde el dilema no existe…

…: “A  los dos”. Respondería Él, que ve la justa adecuación de ambos. Mas, no soy yo quien decide -añadiría, sin duda- sino vosotros: el hombre, desde el contenido de su alma, de sus condicionamientos psíquicos y de sus creencias o fe, que le convierten en un inconsciente atractor del dolor que Yo no exijo ni impongo. Pero que acepto y comparto con quien lo sufre.

Momento para una reflexión sincera, conveniente y necesaria de todos, que también hago mía. Y aquí decido posicionarme entretanto sopesamos nuestra convicción y fuerza de voluntad a la hora de decidir. Y en el silencio, me recuerdo a mí mismo que el protagonismo de Barrabás mantiene vivo al Jesús latente, que espera…; quien con absoluta certeza saldrá a la luz impulsado por la misma fuerza que lo mantenía oculto. Y siento que ese momento es llegado, porque estamos preparados y dispuestos: sabemos que  ÉL es la Luz del mundo, y sabemos qué queremos ser nosotros. Por tanto, abrimos nuestros corazones y hacemos de ellos un hogar donde acogerlo y vivir juntos.

Todo es de Dios -me digo a mí mismo- Todo tiene su razón de ser y su momento  de intervenir en el proceso de la Creación, todo. Pero hora te toca a ti, Jesús. Tú eres el Cristo, el Resucitador y la Luz que ilumina y conduce a esta humanidad sufriente a un Mundo Nuevo. Te elegimos a ti, Jesús.

P.D.“Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas. Hecho está” (Apocalipsis 21, 5)

Félix Gracia (Abril 2024)

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