...Ascetas del Desierto
1ª Parte.- EL TERRITORIO, y el viaje hasta llegar a él
El paisaje cambió de aspecto apenas unos minutos después de abandonar Jerusalén. Las colinas pobladas de pinos y cipreses, dieron paso a la desnudez del Desierto de Judea. Ni un solo árbol, ni una sola planta en todo lo que la vista podía abarcar. Kilómetros de soledad cargados de milenarias evocaciones que emergen en nuestra memoria a cada instante. En el autobús, reina un silencio consciente, necesitado y querido, solo interrumpido por la voz grave de Juan, el guía palestino que nos introduce en la historia 2.000 años atrás. “Estas viejas colinas -explica- se cubren de una alfombra de florecitas y de hierba allá por el mes de Marzo. Apenas dura unos pocos días debido a que no llueve, pero si vuelven a Tierra Santa, háganlo en esa fecha”.
Nadie contesta a Juan mientras los ojos se pierden entre los infinitos dorados del desierto, y la memoria viaja aún más lejos de la más lejana colina. Mohamed, el chofer del autobús que tantas muestras de conocimiento del oficio había dado en los tres días anteriores, hizo un auténtico alarde de conducción por aquella exigua carretera en ocasiones colgada sobre el precipicio, sin más protección que la de los ángeles. Más de una vez pensé que aquella curva que teníamos delante no podría tomarla el autobús, pero me equivoqué: Mohamed afinaba al milímetro sin provocar sobresaltos a los casi cuarenta pasajeros que componíamos aquella expedición. Por eso Mohamed se ganó más de una ovación.
Camino del Mar Muerto
El inicio de aquél -mi primer viaje a Galilea pasando por Qumram a orillas del Mar Muerto- fue para mí como la recuperación de la libertad tras un exilio forzado según consta en la Historia y en la memoria del alma. La provincia de Judea recuerda el final de una epopeya humana y, en su atmósfera, aún perdura el arquetipo de la violencia y la muerte convertido en escaramuzas armadas. Jerusalén, la amurallada ciudad que conmoviera hasta el llanto al más lúcido y noble de sus hijos cuando la contempló desde el Monte de los Olivos, ofrece al peregrino la imagen de la división y el reparto de cuanto recuerda a Aquél que solo habló de unidad y relación fraterna. Y los hombres -pobres ciegos- se han repartido las tierras creyendo que quien posee la roca también retiene el Espíritu. Pobre y equivocada síntesis de un gran suceso.
En cambio, Galilea representa la vida, el comienzo de una doctrina enseñada en la sinagoga de los campos abiertos y las márgenes de mares y ríos; la tertulia apacible bajo los árboles y el encuentro con los amigos. Por eso, aquella mañana me sentía contento y miraba a través de la ventanilla queriendo abarcar cuanto se extendía a ambos lados. De vez en cuando cerraba los ojos como queriendo que aquellas imágenes se grabaran en mi memoria, y por momentos me sentía fuera del autobús y del tiempo.
NAZARETH era nuestra primera parada, ya en Galilea, para continuar luego hasta Tiberíades, a orillas de aquel mar que fuese escenario de tantos hechos. Pero la etapa anterior situada a orillas del Mar Muerto -en el espacio que fuera asentamiento de los Esenios, escenario de las predicaciones del Bautista o la Voz que clama en el desierto, y el lugar del bautismo y de las tentaciones del propio Jesús- bien merece una parada y un encuentro con la Historia.
Desde los más de 800 metros sobre el nivel del mar en que se halla situada Jerusalén -nos había advertido Juan, el guía- hasta los 450 metros por debajo de ese mismo nivel, que es la altitud del Mar Muerto, nos espera un interesante recorrido concentrado en tan solo 40 Km donde podrán ver ustedes uno de los dos únicos sicómoros que hoy existen en toda Tierra Santa. Está allá abajo -y señaló con el brazo extendido hacia adelante- en la vieja Jericó, la más antigua ciudad habitada del Planeta. Juan hablaba lo justo, pero tenía el don de la oportunidad como nadie.
A mitad de camino entre Jerusalén y Jericó nos detuvimos en un devastado lugar convertido en mirador para peregrinos y turistas. Se trata de una suave colina pedregosa alzada sobre una profunda garganta en el Wadi Kelt desde la que se contempla una panorámica impresionante del desierto y, allá abajo, en la pared vertical de la garganta, el Monasterio de San Jorge recorta la silueta de su construcción apenas visible. El lugar no tiene acceso desde la carretera si no es a través de una estrecha senda y dos horas de caminata que se convierten en el mejor sistema para preservar la paz de los tres monjes ortodoxos que habitan entre sus paredes. Desde aquella especie de balconada natural sobre la pared contemplé el lugar con una mezcla de respeto y de envidia que seguramente intuyó Luis Prades, franciscano que dirigía el grupo cuando se acercó a mí diciendo: “Yo he pasado ahí unos días con los monjes. Si algún día lo quieres, te puedo tramitar una estancia en el Monasterio”. El lugar sobrecoge sobremanera.
Regresamos rápidamente al autobús, eran algo más de las diez de la mañana y el sol empezaba a calentar. Más adelante y sobre la misma ruta, nos detuvimos sobre el lugar donde en otros tiempos existió la Posada del Buen Samaritano, escenario en el que Lucas sitúa el suceso de aquel hombre que fue asaltado por los ladrones cuando viajaba desde Jerusalén a Jericó, y que hoy está convertido en tienda para turistas. Junto al edificio, un beduino mantiene instalada su tienda de paño negro y, en su interior, el rescoldo del fuego proporciona calor a una tetera siempre presta para compartir con el visitante. Entré en la tienda y saludé al beduino que compartía lecho con dos hijos jóvenes. Otros compañeros de viaje siguieron mis pasos y, el beduino -quizá no tan sorprendido por la masiva visita como pudiéramos pensar, se dispuso a agasajarnos con cuanto tenía a su alcance. Ofreció te en señal de acogida y tomando un instrumento musical de una sola cuerda accionado con arco como el violín, alzó su recia voz en una interpretación que ninguno comprendimos, pero a la que correspondimos con gestos de agradecimiento, sonrisas y unos cuantos dólares.
Volvimos a montar en el autobús y Juan, el guía, comentó que algunos de aquellos beduinos eran muy ricos, pues poseían 300 o más cabezas de ganado. Pero, en mi sentir, el Beduino -al margen de lo que pudiera poseer- vivía en una tienda de campaña con tres camastros, una tetera y algunas prendas de vestir. Y todo ello, sí que me hizo recapacitar acerca de lo poco que en verdad se necesita para vivir.
La llanura de Jericó
El paisaje volvió a cambiar bruscamente apenas el autobús dejó atrás la última colina. La depresión del Mar Muerto apareció ante nuestros ojos vestida con el color verde que rodea Jericó, la ciudad de las palmeras. La ciudad es un verdadero oasis en medio de una enorme depresión que arranca en las estivaciones del monte Jermón y continúa hasta el Golfo Eilat, en el Sur, extendiéndose más allá de las fronteras políticas a través de Kenya y Tanzania hasta confluir, finalmente en Mozambique. Jericó, situada casi 300 metros por debajo del nivel del mar, vive un clima húmedo y caluroso, idóneo para el cultivo de productos tropicales, pero escasamente soportable para los visitantes no habituados.
No descendimos del autobús sino el tiempo justo para fotografiar uno de los dos únicos sicómoros que Juan el guía nos había comentado. Fue en aquel lugar donde el evangelista sitúa la escena del publicano Zaqueo, quien siendo de baja estatura se encaramó al árbol para ver pasar a Jesús (Lucas 19,5). Fuera de la ciudad se vienen realizando excavaciones desde hace más de un siglo bajo la dirección de eminentes científicos como los doctores Sellin y Garstang, y más recientemente, la doctora Kathleen Kenyon. Como resultado de tales investigaciones han sido descubiertas las más antiguas capas estratificadas del mundo que, sometidas a la prueba del carbono-14, permiten fijarles una antigüedad de 9.000 años. En tales datos debió basarse Juan, el guía, para afirmar que Jericó es la ciudad más antigua del mundo. Sin embargo, la actual no es la misma que recorriera Jesús, probablemente situada algo más al Sur, donde Herodes mandó construir su palacio de invierno. No obstante, la milenaria ciudad cambió poco su ubicación a lo largo de la historia, manteniéndose siempre próxima a la Fuente de Eliseo, lugar donde se encuentra la más antigua construcción: un caserío datado 7.000 años a.C. y que probablemente representa una tentativa de conversión de los pastores nómadas en hombres sedentarios. Sin embargo, Jericó no entra en la historia conocida hasta el siglo XIII a. C. fecha en la que pasó a ser la primera ciudad tomada por los israelitas después de atravesar el Jordán. Una ciudad amurallada construida tiempo antes por los canaanitas que sería más tarde la protagonista del pasaje bíblico que refiere su destrucción ante el sonido de las trompetas de Josué, el sucesor de Moisés en el momento final del Éxodo del pueblo judío hasta alcanzar la Tierra Prometida. La ciudad fue convertida en cenizas según el relato bíblico, y Josué maldijo a quien la reconstruyera: “Maldito delante de Dios el hombre que levantare y reedificare esta ciudad de Jericó. En su primogénito eche sus cimientos y en su menor asiente sus puertas” (Josué, 6,26) Generaciones más tarde, la ciudad fue reconstruida por Hiel de Bethel…, y cumplida la maldición (I Reyes, 16,34).
Jericó siempre fue un lugar de descanso y reencuentro de cuantos galileos viajaban a Jerusalén, y en sus inmediaciones se halla la desembocadura del río Jordán en el Mar Muerto, donde según la tradición Jesús se hizo bautizar por Juan el Bautista retirándose después al desierto. No existe ningún documento que permita situar el lugar exacto en el que permaneció cuarenta días en ayuno y meditación, ni siquiera podemos asegurar que dicha estancia sea literalmente cierta o se trata de una expresión simbólica que alude al número cuarenta como expresión arquetípica de un cambio o transformación radical, como puede hallarse en otros pasajes bíblicos. Pero tanto en uno como en el otro supuesto, queda establecido que en aquel lugar se produjo el hecho: Jesús encontró en el silencio de aquellos montes la clave que daría un giro esencial a su vida. Cómo saber lo que movió a Jesús… Pero sí aceptamos que pudo ser allí donde nació el Hombre Nuevo.
Al oeste de Jericó existe una elevada montaña donde la tradición ha situado el escenario y denominado Monte de la Cuarentena. Una inmensa mole rocosa que se alza majestuosa sobre el valle del Jordán y que muestra sobre su ladera un Monasterio construido en el siglo VI, y ocupado por monjes ortodoxos practicantes del hesicasmo, regla de vida que busca la fusión con Jesús.
El Mar Muerto
El primer contacto con el Mar Muerto lo tuvimos dos días antes en Jerusalén, cuando visitamos el llamado Santuario del Libro, un monumento-museo erigido para la custodia de los más importantes hallazgos de toda la historia de Israel: los Manuscritos del Mar Muerto. En una acentuada penumbra, la cúpula central de dicho Santuario muestra al visitante alguno de los manuscritos cuidadosamente protegidos en el interior de sus correspondientes vitrinas, que son el testimonio vivo de muchos pasajes bíblicos, entre otros. Documentos escritos y fechados años antes del nacimiento de Jesús sobre cuya autenticidad no existe ninguna duda. Vestigios de la Historia de un pueblo en cuyas fuentes ha bebido nuestra propia fe.
Cuando el autobús se detuvo en una explanada de arena a unos cien metros de la orilla, nadie podía imaginar desde el climatizado interior, la sofocante atmósfera que nos aguardaba al otro lado de las portezuelas del vehículo. Enclavado entre los Montes del Moab y los Montes de Judea, el Mar Muerto es una masa de agua de apenas 900 Km2 que no supera los 450 metros de profundidad. Sin duda debió ser más extenso en la antigüedad, pero a pesar de los millones de metros cúbicos aportados por el Jordán, el proceso de evaporación es aún mayor, provocando un continuo descenso del nivel del mar hasta hacer de él el enclave marítimo más profundo que existe sobre la Tierra, al que hay que añadir una salinidad del 30%, lo cual convierte a dichas aguas en una suerte de “colchón inflamable” que permite flotar sin esfuerzo.
Juan nos había advertido ya sobre la experiencia del baño en aquellas densas aguas y la molestia añadida de no poderse duchar después y sobrellevar durante el resto de la jornada la molesta sensación salina sobre la piel. Pese a todo, la presencia en aquel lugar era sentida de una manera misteriosa y solemne, como un viaje en el tiempo hacia lugares intangibles que llevamos registrados en el alma. Dicen que aquellas aguas tan altamente concentradas en minerales impiden cualquier manifestación de vida orgánica en su interior, y que por esa razón el mar es llamado Muerto.
Sin embargo, después de haber estado en el lugar y recorrido sus orillas, después de tocar sus aguas y de sentirlo, uno tiene la sensación de que hay otro tipo de vida flotando en el ambiente aquel…, un hálito de ascetismo, devoción y misterio, poderoso, que trasciende el recuerdo y la historia haciéndose vivo y presente en quien se adentre en él.
QUMRAN, regreso al pasado
Eran las horas del medio día, y una sensación pegajosa por todo el cuerpo y en especial en las manos, parecía habernos poseído. Cómo sería aquel lugar en los meses de verano, me preguntaba yo. Mas enseguida apareció la respuesta y la solucción en forma de edificio… Se trata de una pequeña construcción refrigerada que sirve de restaurante, tienda y antesala obligada al enclave histórico fundamental que más atrae al visitante: Las cuevas donde recientemente se encontraron importantes manuscritos bíblicos, contemporáneos y anteriores a Jesús, y las ruinas de un importante enclave reconocido hoy como la sede de una misteriosa comunidad: los ESENIOS.
Qumran ha dormido en la placidez del olvido social durante casi 2.000 años, hasta alcanzada la primavera del año 1947, cuando un pastor de la tribu beduina de Ta-amireh descubrió -de una manera que recuerda a los clásicos cuentos orientales revestidos de ingenuidad y de un trato providencial- una gruta llena de vasijas repletas a su vez de pergaminos, para él indescifrables. Hallazgo que puso en marcha un largo proceso de investigación y análisis de su contenido no exento de sobresaltos, que culminaría en el año 1956 con el reconocimiento oficial del que ha sido catalogado como el hallazgo arqueológico más importante de los tiempos modernos. Las excavaciones dirigidas por R. De Vaux, permitieron localizar los restos de cinco períodos de ocupación y. Aunque durante varios años se creyó que las ruinas situadas a unos centenares de metros de la margen occidental del Mar Muerto pertenecían a una antigua fortaleza romana, el propio De Vaux, tuvo que reconocer su error públicamente, cuando en las citadas ruinas fueron hallados documentos y vasijas idénticas a las encontradas en las cuevas de las laderas próximas, previamente reconocidas y datadas en el siglo II a.C. y quizá también el hallazgo de una sala rectangular con un banco corrido, mesas fabricadas con adobe y recubiertas de yeso y varios tinteros, cuya desecada tinta coincidía con la utilizada en los manuscritos, supuso para De Vaux la prueba irrefutable de que allí pudieron escribirse los preciados manuscritos.
Hoy, el recorrido por entre las ruinas apenas está limitado y uno puede acceder a todos sus compartimentos. Carteles identificativos permiten saber en todo momento dónde se está y hasta imaginar las escenas de hace 2.000 años. Una torre vigía desde la que se domina el Mar Muerto construida en dos niveles, siendo el inferior destinado a almacén y el superior a la observación del entorno, una gran cisterna circular con varios estanques de decantación, una casa de baños, varias habitaciones construidas en torno a un patio central, dos hornos de alfarería, almacenes y el ya mencionado escritorio, son los restos de un asentamiento único en la historia del Pueblo de Israel. En el lado Este de la edificación, un cementerio con más de mil tumbas pone silencio a la Historia de una Comunidad que eligió la soledad del desierto como camino para encontrar a Dios. Doscientos años antes de que naciera Jesús, ya estaban allí. Conocían como nadie la Ley de Dios y, tal vez por ello, comprendieron que la Ley no era para interpretarla, sino para convertirla en vida. Huyeron del bienestar y de la gloria, y en el silencio escribieron la palabra. Llegaron a convertirse en una casta de “elegidos”, y predicaron a las gentes. Sobrevivieron a un terremoto allá por el año 30 d.C. pero no pudieron esquivar las espadas de las legiones romanas de Vespasiano y Tito años después.
En el año 68 de nuestra Era, las citadas legiones sembraron de sangre las márgenes secas del Mar Muerto desde Qumran hasta Masada. Y aquellos que alumbraron los caminos del espíritu -voces en el desierto como la del Bautista- quedaron para siempre en su obra manuscrita de los pergaminos, y en el viento húmedo de aquel lugar.
Félix Gracia (Artículo publicado el 4 de Agosto de 1990 en la Revista MÁS ALLÁ, y Recuerdos de mí)
P.D. A este artículo le seguirá una Segunda Parte titulada: LOS MANUSCRITOS DEL MAR MUERTO
Próximamente.
Y una Tercera titulada: LA DOCTRINA Y EL SENTIR ESENIO