En verdad el Hombre busca a Dios a partir de un determinado momento de su vida, pero es Jesús quien favorece dicho encuentro al darle forma a su abstracción.
Hasta este preciso instante y muy probablemente, tu opinión acerca de la naturaleza del Padre –una vez superada tu anterior visión que hacía de Él una entidad real distinta y separada de ti– es que se trata de una potencialidad implícita en ti; de un poder tácito, que contiene en sí mismo la vocación y el impulso hacia su conversión en realidad o manifestación. Así es como se te ha desvelado en el proceso de realización que sigues, y como se expresa igualmente en los Vedas diciendo de Él que habita en forma de paramatma (Principio o Causa Suprema de todo) en el corazón. Por tanto, tu percepción del Dios cercano a ti consiste en algo indefinido y abstracto, aunque vivo y autosuficiente; algo que no puedes ver ni tocar y sin embargo sabes que existe.
De este modo, el nuevo objetivo de tu búsqueda, el punto que señala el vértice superior del nuevo triángulo que simboliza tu vida, la suprema referencia a la que has decidido consagrar toda tu actividad: eso que llamas Padre, es en verdad una abstracción. Con ello no quiero decir que su naturaleza sea difusa, sino sutil; perteneciente a otro “mundo” donde las formas son pura potencialidad. Es, pero no se ve; existe, pero no tiene forma; todo habla de Él, pero es incognoscible. Así es el Padre que reside en ti y al que buscas. ¿Crees que es fácil encontrarlo?
A la total dedicación de tu actividad al Supremo; a la consagración de tu vida a Dios, habrás de añadir la creación del medio propicio que es el silencio y la soledad, para que puedas reconocer tu encuentro. Pero no lo interpretes como una necesaria retirada del mundo –que por otra parte sería incoherente con la obligada acción– sino como actitud decididamente introspectiva que vuelca la mirada hacia el interior. El silencio no está en el desierto, sino en tu corazón. Y allí has de buscar para encontrarlo. Mirar hacia adentro, en definitiva, para “encontrar y saber que has encontrado” al incognoscible Padre; para sentir Su presencia y la unidad que constituyes con Él. Para experimentar tu comunión con el Supremo y conocer el Nirvana, o Reino de Dios.
Pero Jesús, como digo, avanza un paso más en esa inefable experiencia dándole una dimensión real y tangible que la integra definitivamente en la vida cotidiana. Jesús, en verdad, da un giro a la experiencia mística sugerida y practicada durante milenios para que no quede limitada a un íntimo suceso, sino para que prospere hasta la creación de su consecuente realidad.
El prójimo representa a Dios
Ésta fue su decisiva aportación; el definitivo impulso en favor del establecimiento del Reino de Dios en la Tierra. Y lo hizo en virtud del rango que poseía: como el Ishvara, o Cristo; es decir, como verdadera Encarnación de Dios, de la que da amplio testimonio. Desde ella actúa y se expresa Jesús; desde ese supremo nivel en el que el Hombre se reconoce Dios; desde esa altura donde lo humano y lo divino son “uno” sin división. Desde esa potestad y rango, reconociéndose a sí mismo como Hijo de Dios y empleando el término “Rey” (real, hecho real) para aludirse, Jesús se dirige a las gentes, diciendo: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono de gloria (…) Entonces dirá el Rey: (…) venid, benditos de mi Padre (…) Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme. Y le responderán los justos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 31-40).
Y en estas contundentes palabras reside la clave que hace posible el Reino de Dios en la tierra y el establecimiento de la vida nueva que él anunciara. Porque al hablar, Jesús extendió sus brazos señalando a los presentes; gente corriente que le escuchaba, convertidos por su gesto en los “hermanos menores” en quienes se reconoce e identifica. “Lo que hagáis a ellos –viene a decir Jesús– a mí me lo hacéis”. Y al realizar tan tajante afirmación, convierte a los hombres en referencia concreta de él y por tanto, de Dios.
De este modo, el Padre, que era una implícita e incognoscible potencialidad o el paramatma residente en el corazón, deja de ser una abstracción para convertirse en algo concreto, conocido y además humano, sembrando así la semilla de la más grande revolución que pueda conocer la historia: el establecimiento del Reino de los Cielos entre los hombres. Nada podía ser como antes tras esta revelación. Ha hablado Jesús, y de sus palabras hemos conocido lo inesperado: que Dios ha abandonado el inconcebible Cielo y vive en la Tierra, que tiene nombre y apellidos y está cerca de ti. El Reino de los Cielos ha dejado de ser un simple estado del alma, para tomar una dimensión social. Ya no es preciso recurrir a conceptos para aludir a Dios ni a matices sutiles al hablar de su proximidad, pues ahora Dios es tu prójimo –todos, y en particular el más cercano o “próximo” –y éste es quien da sentido a tu actividad.
Tú ya habías decidido consagrar tu vida al Supremo al elegir la teshuvah, pero ahora que sabes que todos los hombres son Dios, podrás reconocer en tu dedicación a ellos la práctica de tu devoción al Señor.
Fèlix Gracia (del libro: En el Nombre del Hijo)