–¡Jaaaa…! ¡Que me partooo…! ¡Jaaa!
Los gritos alborozados de Mario retumbaban por toda la casa sobreponiéndose a los de Daniel, mucho más pequeño. Segundos después y atraída por las de ambos, Verónica sumaba su aguda carcajada al repentino espectáculo.
–¡Qué puntooo…! ¡Jaaa…! Seguía vociferando Mario en pleno alborozo mientras la voz de Daniel apenas dejaba ver su enorme enfado, aumentado hasta el límite de sus fuerzas ante las risas de sus hermanos. Dese la distancia, yo sólo podía escuchar un: “¡Nooo…!” denunciador de que aquella juerga era a su costa. Los gritos y las carcajadas se mezclaban con las palabras de todos imposibilitando que desde donde yo me encontraba leyendo pudiera entender algo. Sonreí mientras cerraba el libro, haciéndome cómplice de aquella desconocida situación.
Pasados unos instantes intervino Carmen en apoyo del más pequeño, desesperado ante la mofa de sus hermanos. Escuché un rotundo: “¡Basta ya!”, con el que la madre detuvo el jolgorio de los mayores; pero no así el llanto de Daniel, residuo de aquella confrontación.
Unos segundos después Mario llegaba hasta mí, todavía con la carcajada en su cuerpo:
–¡Lo que te has perdido, papá! ¡Tenías que haber visto a Daniel puesto de pie con el “paquete” colgándole hasta más debajo de las rodillas mientras gritaba: “¡Soy un Power Ranger!” ¡Jaaa…, que foto!
–¡Pero le habéis hecho rabiar, pobrecito! ¡Eso no está bien, Mario! –respondí muy poco convencido mientras aguantaba yo también la risa.
–¡Pero es que lo tenías que ver! ¡Cuánto más le decía yo que era un pequeñajo que se hacía “caca”, más se estiraba gritando: “¡Nooo! ¡Soy un Power Rangeeer…!”, y levantaba el puño como en la tele mientras con la otra mano se sujetaba el “paquete” que se le caía! ¡Jaaa…, que me muero!
Daniel había superado ya el “dodotis”. Desde hacía tiempo, él solito atendía sus necesidades como un mayor, y hasta alardeaba de ello. Pero su incorporación a la guardería había provocado ciertas reacciones psicológicas que parecían volverlo atrás, repitiendo situaciones ya superadas, como la necesidad de aquella protección corporal y el chupete. Nada importante que se resolvería en unos días.
No pude aguantar y solté la carcajada aprovechando que Daniel no nos veía. Lo imaginé tal y como Mario lo había descrito, erguido, haciendo demostración de una fuerza en sus convicciones sorprendente para su edad, de tan sólo tres años. Pero, ¡son tantas las cosas que sorprenden de él! ¿Recuerdas, Mario, el anuncio de su “llegada”? Pensaba decírtelo yo mismo, pero se me adelantó mamá; así que, sabedor de que tú ya conocías la noticia me limité a preguntarte:
–Y, ¿qué te parece?
–Pues, hombre… ¿no crees que ya es un poco tarde?
Quizá tenías razón. Pronto cumplirías los catorce y, a todas luces, aquél era un salto de tiempo muy grande entre tú, que eras el menor y él, que te seguiría.
–Tienes razón –contesté– pero también podríamos pensar que él viene ahora porque es ahora cuando estamos preparados para ser sus padres, y tú su hermano ¿no crees?
–No…, si yo también lo he pensado. Pero es que…
–¿Qué…?
–¡Qué para él puede ser muy difícil integrarse entre nosotros! ¿No ves que nosotros ya tenemos historia como familia? Tantas cosas que hemos vivido juntos, las fotos, las películas que nos hicisteis de pequeños… ¡en ninguna está él! Se va a sentir desplazado… –añadiste entristecido–, como si viniera a interrumpir. Eso pienso y me da pena…
Me emocionó tu ingenuidad del niño que nunca has dejado de ser, tu sinceridad.
–Y ¿no crees, Mario, que cuando corríamos los cuatro por aquellos montes de Cameros; cuando nos deslizábamos por la nieve y hacíamos muñecos a los que colocabas tu bufanda sobre el cuello; cuando explorábamos los bosques de hayas y robles; cuando simulábamos peleas sobre el verde tapiz de las praderas; cuando abrazábamos, rodeándolo, el grueso castaño; cuando veíamos atardecer o mirábamos las estrellas…, él nos contemplaba esperando su momento de venir? ¿No crees que él ya existía entre nosotros desde antes de nacer participando de nuestras alegrías, aunque no apareciese en las fotos?
Sí, Mario. Creemos que la vida comienza al nacer, pero no es verdad. Nacer es hacerse presente en un cuerpo material, pero ya existíamos antes sin él, de la misma manera en que lo hacemos después de morir. La vida no se extingue porque es el testimonio de la presencia de Dios en nosotros; cambia, pero es eterna. Estamos aquí o allá, pero seguimos siendo nosotros mismos. Y desde allá preparamos nuestra venida al mundo eligiendo el momento, el lugar y la familia. Nada es fruto del azar, sino de la voluntad.
Ten, pues, la certeza de que este hermanito que hoy se anuncia, ya nos conoce a los cuatro. Asegura que con nosotros corrió por las montañas aguardando el día en que se vestiría como tú, con tu anorak y tus guantes, y aquel pantalón de pana azul que tanto te gustaba. No importa que su rostro esté ausente en las fotos ni que su risa no suene en nuestros oídos, pues cada secuencia vivida por los cuatro está igualmente impresa en su alma.
–¿Y él sabrá eso que me estás diciendo a mí? Quiero decir –añadiste– si él recordará todo eso…
–No, Mario. El acuerdo establecido entre las almas para construir una familia se olvida al nacer. Empezamos, pues, como si fuésemos extraños que acaban de conocerse. Por eso, tu nuevo hermanito no recordará que ya jugó contigo y tus “airgamboys”; que participó de tus aventuras en el Fuerte Indio instalado en tu dormitorio; que contigo montó en el “skate” y se peleó con el gorila hinchable. No recordará aquel palo que tu imaginación convirtió en el cuchillo de Rambo ni tus vuelos de Supermán; pero tú que lo sabes, podrás tratarlo como a un antiguo compañero.
–Si…, ya me doy cuenta. Dijiste en tono grave mientras asentías con la cabeza. Supongo –añadiste pasados unos segundos– que para ti que vas a ser su padre su venida debe tener un significado especial, ¿no?
Tu pregunta me hizo recordar el momento en el que tuvimos certeza del embarazo. Mamá había añadido unas gotas de su orina al dispositivo comprado en la farmacia, poco antes de acostarnos. Según las instrucciones del aparato, al levantarnos por la mañana indicaría un “sí” o el “no”, pero no hubo tal espera: a las dos de la madrugada mamá se despertó y fue directa a comprobar la señal; segundos después me despertaba a mí con el rostro iluminado por la alegría: “¡Que sí!”. La habitación pareció llenarse con la presencia invisible de tu nuevo hermano, exactamente igual que años atrás cuando tú y tu hermana anunciasteis vuestra venida. ¿Cómo explicártelo, Mario? ¿Cómo decirte lo que se siente en ese momento irrepetible? Mamá y yo juntamos nuestras manos sobre su vientre dulcemente, rozando apenas la piel en la primera caricia al cuerpo que empezaba a ser. Apenas hubo palabras entre los dos en esos minutos en los que tomamos conciencia de él, y de nosotros. De nuestra nueva acción creadora.
¿Sabes, Mario? El nacimiento de un hijo o la encarnación de un alma es un proceso idéntico a la Creación de Dios. Dios se extiende en lo creado convirtiendo a sus criaturas en testimonios de Él, en expresión material de Sí mismo. El hijo hace real a Dios en la materia, que es como decir que Dios se conoce a través de él. Y siendo así, Mario, en nuestro pequeño universo familiar el hijo que va a venir será mi testigo presente como tú lo fuiste años atrás, y sigues siéndolo hoy. Quien te recibió a ti ya no es el mismo que acogerá a tu hermano, aunque conserve el mismo nombre, y eso es lo único especial.
–Y, ¿qué significa ser testigo? –preguntaste interesado.
–Evidencia exterior de nuestro estado interno –respondí escuetamente. ¿Comprendes? Él será la oportunidad para conocer nuevas facetas de mí mismo y, por lo tanto, otro maestro para mí al igual que tú también lo eres.
–Yo creía que los que enseñabais erais los padres… –añadiste algo sorprendido.
–También, Mario. Pero el maestro no es tan sólo el que está investido de autoridad para enseñar. El maestro es todo aquel que con sus palabras o sus acciones suscita tu comprensión de algo.
Guardaste silencio, y yo también. El eco de mis propias palabras te trajo a mi memoria cuando eras más pequeño. A raíz de una discusión con mamá, yo permanecía enfadado desde hacía unos días, como solía ocurrirme. Tú percibiste la situación tensa desde tu silencio y, una noche al acostarme, descubrí sobre mi almohada una hoja de cuaderno escrita con letras mayúsculas y a dos colores, que sonó en mi alma como un aldabonazo en la noche: “El rencor es una cualidad que Dios no aprueba. Perdona”. Tenías diez años.
Conservo aquella nota de tu cuaderno escolar como un tesoro. Nunca hemos hablado de ella ni de aquel momento, pero tu extraordinario mensaje fue para mí una lección y la oportunidad de penetrar un poco más en tu alma. Empezaste su escritura con letras grandes sin medir antes la necesidad de espacio, y fuiste corrigiendo su tamaño sobre la marcha a medida que llegabas al final de la cuartilla. ¿Recuerdas? La última palabra casi no tenía espacio y la colocaste, apretada, en una esquina. Pero era la más vistosa.
Ese día aprendí que la educación de los hijos consiste en aprender de ellos, de su dignidad y pureza. Ese día comprendí que tú habías venido, no para que yo te enseñara, sino para aprender de ti. Nada hay fuera de nosotros que iguale la sabiduría del corazón.
–O sea –empezaste a hablar poniendo fin a mi reflexión– que Daniel también es un maestro mío…
–Y tú de él. ¿Recuerdas cuando empezó a hablar? Te llamaba “papá”, como a mí…
Una chispa de luz brilló en tus ojos. Sonreíste levemente y te pusiste de pie, dejándome solo con mi libro.
–¿Te vas?
–Si, voy a darle una vuelta con la bici a Daniel…
Félix Gracia (del libro: “Conversaciones con mi hijo”).