... y la guerra de Israel

Dijo Yahveh: “Pondré mi Ley en su interior(…) y Yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jeremías, 31 )

Franja de Gaza: una pequeña porción de tierra,   y asiento geográfico  histórico del que fue designado Pueblo de Dios y, como tal, escenario de  la Alianza establecida entre Dios y los hombres, que es la base ética y moral de  nuestra tradición y los cimientos de nuestra fe. Un símbolo, por tanto, más que un lugar. Y una señal permanente y viva para la humanidad convertida hoy,  3.500 años después, en  escenario de un genocidio entre seres humanos, todos descendientes de Abraham, el patriarca nombrado  por Dios “padre de la humanidad”, según el relato bíblico.  Designio que convierte a  todos sus descendientes en  hermanos, y hace de su confrontación la causa de la destrucción de un símbolo. Que es mucho más que una disputa territorial o una guerra.

¿Qué está pasando…,  y qué más tiene que suceder?

Todo lo que sobrevive envejece, y todo lo que envejece decae; pierde la   fuerza, el ánimo y a menudo,  la memoria. Sucede a las personas  y a veces también a  los pueblos, entendidos  éstos como  colectivos humanos unidos por una causa común -una fe, o un Dharma o deber moral con la vida o con su Dios-  cuando tal causa se extingue y desaparece. Sí, estoy señalando al pueblo judío de antaño, aquel liberado de la esclavitud en Egipto y conducido por Moisés hacia una tierra reservada para ellos por Yahveh, una Tierra Prometida, donde convivir juntos y unidos por un pacto o compromiso ético, llamado Alianza. Acuerdo que convierte al disperso y variado pueblo judío, en el representativo “Pueblo de Dios”, colectivo movilizado en torno a una causa común consistente en que,  por medio del mismo,  Dios se muestra y da a conocer ante el mundo. Lo cual equivale a decir que la conducta moral del Pueblo  sirve de muestra y ejemplo de  la voluntad de Dios. Una delicada función y una gran responsabilidad humana, por tanto. Y un aldabonazo para la conciencia de los aquí presentes y anestesiados habitantes del mundo, insensibles ante los hechos, ajenos al fondo de la cuestión  y polarizados a favor de un lado o del otro de la contienda, que es una manera de prolongarla.

Qué está pasando… Me pregunto y me exijo, para saber qué hay que hacer, consciente de que tras el suceso se esconde un mensaje. Y lo que está sucediendo en Gaza e Israel en forma de guerra genocida ante mis ojos y mi conciencia, constituye la demolición de los cimientos de nuestra tradición milenaria, y la destrucción de un símbolo de nuestras raíces y nuestra fe. Un cataclismo para la humanidad a la altura o quizá  mayor que aquel otro conocido como Diluvio Universal, que supuso  el punto final de un Mundo, del que habría de surgir  y ser poblado otro nuevo… Dinámica registrada en el Proceso de Creación o Evolución  -ineludible por tanto-  que  quizá en esta ocasión presente pueda acercarse más  al ideal de una Tierra Prometida o Mundo Nuevo. Posibilidad ésta que responde a mis iniciales preguntas orientándonos hacia el qué hacer…, y a la convicción de que el ser humano capaz de llevarlo a cabo no puede ser el mismo o igual al que protagonizó el cataclismo, sino diferente. Premisa equivalente a decir que esta nueva gran aventura humana, necesita un nuevo Pueblo de Dios surgido en torno a una nueva causa común, nacida a su vez de una también nueva Alianza, que es el punto de partida de todo el proceso…, y la oportunidad de reparar un episodio histórico acontecido en la larga relación del hombre con Dios.

Se trata pues de descubrir cuál  puede ser dicha Alianza, que concebimos como necesaria y nueva,  y que tras mis anteriores palabras podría tratarse de un asunto pendiente, más que algo estrictamente novedoso… Como  una suerte de proyecto adelantado a su tiempo, que recién ahora y favorecido por las circunstancias presentes, pudiera ser rescatado del olvido y realizado.

Este es mi sentir. Tiro, pues, hacia atrás siguiendo el fino hilo del tiempo y la memoria hasta situarme en pleno exilio del pueblo judío en Babilonia (siglo VI a.C.) ya en calidad de “Pueblo de Dios”, declarado y reconocido como tal desde su encuentro con Dios en el Sinaí tras la liberación del estado de esclavitud en Egipto y en pleno viaje  hacia la Tierra Prometida a la que tardarían cuarenta años en llegar. Ese Pueblo, pues,  ya estaba ungido -señalado- por una Alianza o pacto con Yahveh, el Dios de sus antepasados y suyo, en virtud del cual Dios ofrecía asistencia, protección y convivencia estrecha al Pueblo, a cambio de que este cumpliera un estricto código ético y moral contenido en los 613 Preceptos de obligado cumplimiento que constituyen el espíritu de  la Torah, o Ley, y convierten al pueblo judío en el Pueblo de Dios:  representante de la Divinidad en el mundo. Con el honor y la responsabilidad de dar testimonio de tan alta Dignidad. Un símbolo, por tanto, de una realidad o Poder espiritual manifestado por medio del ser humano.

Situémonos pues  en ese momento de la historia, porque este Pueblo tan altamente investido, un día es violentamente arrebatado de sus ciudades -que son destruidas así como el Templo, que era la casa de Yahveh, su Dios protector de la comunidad-  y arrastrado  a un exilio y servidumbre forzados durante décadas, en una tierra y una tradición y cultura extranjeras.

Situémonos, como digo, en ese tiempo y esa circunstancia, porque en ello residen las claves que han derivado, tras siglos de ciega actividad humana, en el llamativo foco de atención llamado Gaza que cada día extiende más su radio de acción, ubicado en aquellas mismas tierras de antaño.  Pueblo, comunidad o familia, hoy partida en dos y enfrentadas las partes , con un propósito común consistente en la aniquilación o exterminio de la otra.  Animosidad psíquica extrema y brutal incompatible con la supervivencia del símbolo llamado Pueblo de Dios, que lleva  consigo su extinción. El finiquito de una regencia simbólica y el necesario pase del testigo a otra nueva y sin estrenar aún, aunque anunciada y  prevista, en espera del momento oportuno de salir a la luz,  como he adelantado en párrafos anteriores denominándola Proyecto pendiente de ejecución.

Volvemos, pues, al Pueblo exiliado en Babilonia que de pronto se siente olvidado por su Dios, alejado de su protección y sin entender qué causa ha provocado tal situación. Y es ahí, ante ese decaimiento anímico del pueblo exiliado, que aparece Jeremías, al anciano Profeta que el ejército invasor del Rey  Nabucodonosor rehusó  llevar consigo por considerarlo inútil, inservible para la práctica de cualquier oficio o actividad de provecho…, abandonándolo a su suerte en la ciudad semidestruida y en llamas de  Jerusalem, junto a otros  igualmente considerados inútiles: tullidos, menesterosos o  enfermos.

Pero Jeremías no se derrumbó ante la hecatombe física y psicológica y, fiel a su designio de Profeta, enviaba frecuentes mensajes en nombre de Yahveh al colectivo exiliado. Mensajes optimistas y de ánimo dirigidos al pueblo, en los que Dios les aseguraba que estaba con ellos y les acompañaba en el exilio y que nunca les abandonaría… Mensajes de comprensión y de apoyo que culminaron con el anuncio y la promesa de Dios de establecer con ellos una Nueva Alianza, en sustitución de la vieja Alianza heredada de sus antepasados desde Egipto y el Sinaí, tal como reflejan  sus propias palabras, recogidas por el Profeta: “He aquí -dice Yahveh- que vienen días en que yo haré alianza con la casa de Israel y  la casa de Judá; no como la alianza que hice  con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto, pues ellos quebraron la alianza y yo los rechacé. Porque esta será la alianza que yo haré  con la casa de Israel después de aquellos días: Yo pondré mi Ley en su interior y  la escribiré en su corazón, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán que enseñarse  unos a otros ni los  hermanos entre sí, diciendo: “Conoced a Yahveh”, sino que  todos  me conocerán desde los pequeños a los grandes” (Jeremías 31, 31-34)

Una Alianza nueva cuya diferencia mayor respecto a la antigua se basa en la unión permanente de Dios con el hombre, en el acuerdo, que convierte la vida humana en obra divina y al hombre en una Epifanía o manifestación de Dios, quien se hace presente en el corazón del hombre viviendo su propia vida. Unión que hace imposible la desavenencia o el pecado , pues todo está sostenido y vivido por Dios, con su implícita aceptación. Una concesión o Gracia divina que convierte de facto al hombre en Epifanía, o manifestación de Dios, que es la mayor dignidad.

Visión  totalmente alejada de aquella vieja alianza que es la recogida en el Génesis, establecida sobre la idea de la separación entre Dios y el hombre, la cual  hace posible la desavenencia o la transgresión de la Ley y el  reconocimiento explícito de haber tenido lugar. Transgresión denominada  “pecado original” que  motivó el rechazo de Dios, según el relato bíblico,  y  la expulsión del Paraíso, circunstancia altamente determinante a la que hay que añadir   el conjunto de secuelas derivadas de ello que recaen sobre el ser humano,  como el sentimiento de culpabilidad y  el de  indignidad o inmerecimiento del bien o lo bueno, que justifican la necesidad del castigo reparador en forma de sufrimiento. Complejo psíquico o corpus de fe, altamente limitador  y condicionante  en la vida humana, que deviene así  juzgada y condenada de antemano. Esta es la base de la vieja alianza que pese a la nueva propuesta,  al tiempo transcurrido y al progreso, sigue viva y vigente. Una vieja doctrina que se reafirma en la conocida oración del “Yo pecador, me confieso ante Dios de haber pecado de pensamiento palabra, acción y omisión…,  y el insistente: por mi culpa, mi gran culpa y mi grandísima culpa” mientras uno se propina golpes de pecho, en la que aún estamos atrapados, como aquellos personajes de la Alegoría de la  Caverna, de Platón que viven en un mundo de sombras o  falsa realidad,  tantas veces recordada.

Sucedió seis siglos antes de nacer Jesús, pero aquel pueblo no recibió; es decir, no acogió o aceptó la Gracia ofrecida y se mantuvo aferrado a la antigua y todavía vigente  alianza. Solo unos pocos, una minoría social conocidos como tanaitas, aceptaron  la Nueva y definitiva Alianza, que implica vivir la vida en y con Dios, como uno solo o Único. De  entre todos ellos, hubo uno que destaca por haber consagrado su vida a dicho propósito y voluntad de Dios, y lograrlo, convirtiéndose así en la Puerta de acceso al Reino para todo aquel que lo quiera. Dicho tanaíta  se llamaba JESÚS, de quien queda mucho por descubrir, aprender y asimilar.

En definitiva: anuncio, promesa y proyecto, todo en uno, tras el velo del  holocausto de Gaza y la guerra de Israel que lo convierten en actualidad y objeto de reflexión. Cataclismo moderno que anuncia un final necesario y urgente, y  abre la puerta a un  renacimiento humano, a un nuevo  Pueblo de Dios, una nueva Tierra Prometida y una nueva Humanidad por nacer. Una realidad metafísica, soñada, como la mejor de las utopías; un ideal que llevamos inscrito en el alma con el título de Reino de los Cielos, hecho realidad aquí, en el Planeta Tierra. Y una puerta abierta para acceder  a él, como una suerte de moderna Wifi, cuya clave es: JESÚS, el tanaíta galileo.

Mucho por hacer, en consecuencia, mucho que cambiar, empezando por aceptar que Dios ha bajado del cielo metafísico para establecerse en la realidad material del mundo, con forma, cuerpo y con nombre y apellidos humanos, en tí amigo lector, en mí y en todos y cada uno de nosotros cualquiera que sea su raza, lengua  o color; todos investidos de la misma dignidad, todos con la misma señal grabada en el corazón.  GRACIA inmensa que hace de nosotros el renacido Pueblo de Dios,  y del Planeta Tierra, de todo punto o lugar, la Tierra Prometida donde consolidar el Reino de los Cielos.

Nadie podrá ser considerado extranjero, ni nadie erigirse representante exclusivo de un dios ausente del mundo, como era antaño, porque todos lo somos desde el mismo instante en que aceptamos su ofrecimiento y le acogemos.

Mucho por hacer, como digo, por cambiar y emprender, que para ser obreros del Reino estamos aquí. Un reto que no apartaré de mi camino y  que  sí quiero afrontar.

Por lealtad,  y por Dharma o deber moral con la vida.

Félix Gracia (Octubre de 2024)

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