Nada es casual ni superfluo en el estricto orden de La Creación, a pesar de que ese orden nos pase desapercibido. Vivimos en una sociedad racionalista y científica que solo admite como válido aquello que cumple determinadas y verificables reglas establecidas de antemano. Pero existe otro camino que permite trascender lo convencional y que acerca al hombre a comprensiones más profundas. Se trata de la vía de la filosofía trascendental o Ciencia Oculta, llamada así porque solo era conocida por unos pocos maestros que por su desarrollo espiritual accedieron al conocimiento de los planos de existencia invisibles al ojo humano, y transmitida directa y secretamente de maestro a discípulo como un compromiso ético y moral. Como un testamento espiritual.
Dice dicha filosofía trascendental que el cuerpo humano contiene dos sustancias divinas por antonomasia: el semen -del que nos ocuparemos en otro momento- y la sangre.
La ciencia convencional ha catalogado lo que podemos llamar naturaleza orgánica de la sangre y, de ahí, sus propiedades y funciones. Pero eso, que es muy válido e importante, no es todo…, y de la mano de la “otra ciencia” se nos revela una nueva e insospechada función: la sangre actúa como una película virgen donde se graban las impresiones producidas en el ser humano por todos los acontecimientos vividos por él a lo largo de su vida. Todos los sucesos, todas las experiencias quedan impresas junto con la sensación provocada por ellas, de tal manera que, al morir, la sangre del fallecido constituye un auténtico archivo que contiene ¡toda su vida!
El Mundo Astral
Aunque con terminología no exactamente coincidente, los diferentes movimientos filosóficos como la Teosofía, el Hermetismo, la Antropología, y otros, reconocen un idéntico orden universal que inspira y regula todo lo creado, sea visible o invisible. Esa creencia común nos dice, igualmente, que tras la muerte física la persona accede a otro plano llamado Mundo Astral donde continúa su existencia. Allí vivirá experiencias muy diversas, pero todas ellas relacionadas con los acontecimientos de su existencia física anterior. Puede decirse que lo que el fallecido fue o lo que él hizo, determinan exactamente lo que ha de experimentar en esta nueva dimensión.
La creencia católica en una vida después de la muerte, donde se premia o castiga según los merecimientos -aunque existen diferencias de fondo con las otras doctrinas- coincide con la sugerencia de que aquella vida es una especie de “ajuste de cuentas” de la presente. De este modo y para que dicho ajuste pueda realizarse, el fallecido deberá llevar consigo el “historial” de su vida…, que está impreso en su sangre.
De ella será transferido a los cuerpos con los que ha de continuar su existencia, Astral y Mental. Y dicho proceso se realiza, como decía en mi anterior publicación (o parte 1) a través del cordón plateado. En consecuencia, es muy importante que la transmisión se realice en buenas condiciones, puesto que constituye la base de de la que ha de ser su nueva existencia. Evacuada toda la información, el cordón se rompe dando lugar a la separación definitiva de los cuerpos, que es la muerte.
Tras lo dicho, puede comprenderse mejor el riesgo y la gravedad de cualquier manipulación ejercida sobre el difunto antes de que el cordón plateado se rompa.
En cualquier caso, sean favorables o no las condiciones que rodeen el proceso post-mortem, el cordón plateado acaba rompiéndose, y a partir de ese instante el fallecido ya es ciudadano del Mundo Astral.
Estructura del Mundo Astral
Max Heindel, ocultista, místico y escritor (siglo XIX) es sin duda, el más preciso a la hora de definir y estructurar lo “invisible” u oculto. Según él, el Mundo Astral viene a ser una esfera que contiene dentro de sí al planeta Tierra, al cual interpenetra parcialmente y luego sobrepasa muchos kilómetros. Por lo tanto, hay una zona -la más baja- del mundo Astral que se entremezcla con la corteza terrestre donde habitamos los humanos, de tal manera que las formas de vida de aquella dimensión se mueven entre nosotros, aunque resulten invisibles al ojo humano al igual que resulta invisible un sentimiento, que está formado de la misma energía. El resto del mundo Astral es una espesa capa del espacio celeste que nos rodea, Pero tal mundo no es nada simple y, ante él, la complejidad de formas de vida existentes en nuestro planeta, siendo tan vasta, puede resultar un juego de niños comparada a lo que allí existe.
Digamos, siguiendo a Max Heindel, que el Mundo Astral está integrado por siete niveles o regiones formadas por energía cada vez más sutil a medida que nos elevamos. Tales niveles son conocidos con los siguientes nombres, comenzando por el más denso:
1.- Región de las pasiones y viles deseos.
2.- Región de la impresionabilidad.
3.- Región de los anhelos.
4.- Región de los Sentimientos.
5.- Región de la Vida del Alma.
6.- Región de la Luz del Alma.
7.- Región del Poder del Alma.
Las tres primeras regiones constituyen la Zona Purgatorial y el Infierno de la doctrina católica; las tres últimas, lo que puede llamarse Primer Cielo; y la cuarta región, es una zona neutra asimilable a lo que conocemos como Limbo.
Visto de esta manera, el panorama que se le presenta al fallecido es una incógnita llena de misterios, porque no lo asocia a nada conocido. Sin embargo, y contrariamente a esta idea, el fallecido -al igual que cada uno de nosotros- fue “ciudadano en tránsito” de ese mundo a lo largo de toda su existencia terrenal, porque cada noche, durante el sueño, se produce el mismo desdoblamiento de los cuerpos que en el acto de la muerte, pero sin ruptura del cordón plateado. De este modo, cada noche el cuerpo Astral vive plenamente en su mundo sin la limitación que supone el cuerpo físico. No importa si al despertar la persona retiene a nivel consciente las impresiones recibidas allí, puesto que surtirán efecto de todos modos en su vida ordinaria.
Resulta llamativa, en este sentido, la popular referencia de “lo consultaré con la almohada”, antes de tomar una decisión y que sin duda responde a una ancestral intuición de que durante el sueño uno puede conocer determinadas respuestas porque accede allí donde se hallan.
El mundo Astral es tan nuestro como el Planeta que nos acoge, porque pasamos en él una buena parte de nuestra vida diaria, aunque no lo recordemos o lo hagamos vagamente.
La tierra de nadie
El fallecido, ya definitivamente desconectado del mundo físico, tiene ante sí un largo caminar que lo llevará desde las profundidades del infierno hasta los espacios celestiales. Pero antes tiene que atravesar una zona, especie de antesala astral, dominada por seres desorientados. Es una tierra de nadie poblada por todos aquellos que vivieron aferrados a sus posesiones terrenales y se resisten a perderlas, por los que jamás creyeron que después de la muerte hubiera algo más, por los que interrumpieron su vida antes de tiempo…, y otros muchos más. En definitiva, esta zona de tránsito está poblada por seres que, no habiendo comprendido aún su nuevo estado después de la muerte, se resisten a abandonar su anterior situación.
Se trata de una legión de desencarnados, de “almas en pena” vagando sin rumbo, que acuden de diversas maneras al menor gesto o actividad de los humanos.
Dicen los ocultistas que, si tuviésemos desarrollada la videncia, quedaríamos perplejos ante el espectáculo que ofrece esa zona del bajo Astral. Veríamos al avaro fallecido “custodiando” sus riquezas, su sufrimiento al ver cómo sus herederos dilapidan lo que con tanto celo guardó y su impotencia para impedirlo. Veríamos al que fuera borracho empedernido rondando lugares donde hay emanaciones etílicas como bares o bodegas… Y veríamos, incluso, cómo ese espíritu desencarnado se introduce en el cuerpo de un ser vivo que ingiere alcohol para aprovecharse de las especiales vibraciones que ello provoca. Veríamos, en definitiva, cómo intentan poseer lo que tuvieron y revivir las experiencias a las que estaban aferrados…, pero veríamos también su desesperación, porque a pesar de sus intentos no logran proporcionarse la más mínima satisfacción al no disponer de los órganos adecuados, que existen únicamente en el cuerpo físico. Ellos pueden “tener” deseos, puesto que ese es un atributo del cuerpo astral, pero no pueden “sentir” al faltarles el cuerpo físico. La satisfacción de los deseos es el alimento que los mantiene vivos, así que la imposibilidad de satisfacer los suyos, supondrá para el desencarnado la eliminación de todas sus apetencias terrenas. Acabadas éstas, podrá reanudar su camino.
Las oraciones por los difuntos favorecen su pasaje por esta zona y su rápida incorporación a las otras.
El Infierno
Pocos conceptos han influido tan decisivamente en los humanos como el que encierra la palabra infierno. Y ello, no tanto por los sufrimientos que se le asocian, sino por su carácter de eternidad. Concepción ésta que hace de la vida una dramática aventura donde el ser humano se juega su salvación o condenación eternas desprovisto de un eficaz “libro de instrucciones adecuado a cada situación.
Las reacciones humanas provocadas por el temor al infierno, constituyen por sí solas un auténtico código moral personal que va desde la motivación a la represión más profunda. El miedo al “fuego eterno” ha sido aleccionador para algunos, mientras que para otros más impresionables, el mismo terror al infierno ha hecho de su vida un anticipo de aquel.
La filosofía trascendental admite la existencia del infierno, pero a diferencia de la religión católica, no considera eterna la estancia en él porque el ser humano es por naturaleza un ser en evolución permanente, y su estancamiento en un plano cualquiera paralizaría su natural proceso. El infierno, en todo caso, se define como un nivel donde se produce la toma de conciencia de determinadas acciones y prepara al ser para acometer otras experiencias.
El mundo astral, como digo antes, es una dimensión donde el fallecido vive experiencias directamente relacionadas con lo que hizo o fue en vida, en favor de su proceso de evolución. Todo lo que fue desfila ante sí después de muerto. Las imágenes grabadas en su sangre son evocadas una tras otra en sentido inverso a cómo se produjeron; es decir, lo primero que el difunto contempla son las imágenes de su reciente muerte y, a partir de ahí, va retrocediendo hasta ver su nacimiento. Pero, en esta primera revisión de su vida pasada solamente cobran protagonismo aquellos sucesos que supusieron una grave distorsión de las leyes universales y provocaron un daño importante a otros. Es decir, el fallecido contempla todas sus malas acciones - lo que llamaríamos pecados mortales- y al propio tiempo que ve la escena, siente sobre sí mismo el sufrimiento o el daño que su acción les produjo a ellos. Dicen los ocultistas -Max Heindel es como siempre el más explícito- que el individuo fallecido asume sobre sí toda la energía desordenadamente liberada en sus acciones y, por ello, la sensación que experimenta es como si se abrasara con fuego. El fallecido revivirá cada una de las escenas que protagonizó en su vida física y que ahora, situado al otro lado de la frontera, están contenidas en su cuerpo astral gracias a la transmisión realizada desde la sangre. En todas ellas sentirá el dolor desencadenado por sus propias acciones de manera que relacionará perfectamente ese dolor con la acción de la que surge. Así hasta visionar la última, y viendo “lo que no se debe hacer”, aprenderá a actuar mejor. No importa que no lo recuerde al nacer de nuevo, pues aquella lección está ya grabada en su conciencia y se pondrá de manifiesto en forma de intuición -o “vocecita” interior- que le aconseja una actuación en vez de otra.
El infierno, pues, es un estado de conciencia y cada uno tiene su propio infierno: el que él mismo ha generado con sus errores, y cuando muera se enfrentará a él para comprender cuáles han sido sus fallos y asumir sobre sí mismo las energías “infernales” por ellos provocadas.
Todo en el universo funciona en respuesta a una Ley, a un orden preciso, y todos sin excepción tenemos un papel asignado en él, con la consiguiente responsabilidad de asumir las consecuencias de nuestras distorsionadas acciones que implica limpiar el universo de dichas energías. La manera de llevarlo a cabo es algo instituido desde el origen: después de la muerte. Y dicha experiencia es vivir en el infierno.
Visto de esta manera, el infierno dista mucho de ser un castigo de la divinidad, y más bien parece un mecanismo de seguridad que preserva La Creación de los desajustes o daños causados por el ser humano, en línea con los conocidos conceptos de Dharma y Karma en el Hinduismo, o del denominado Tikún en el misticismo hebreo, de claro sentido equilibrador.
El infierno ocupa la más baja región del Mundo Astral, por lo que, físicamente, abarca el espacio donde nos movemos los seres humanos y nuestro propio subsuelo. El grafismo “bajar a los infiernos”, es pues algo más que una frase, y bien podemos decir que estamos “rodeados” por él, tan próximo a nosotros que, en cierta medida, estamos en el infierno. Haga el lector un breve repaso del ambiente que rodea nuestra existencia; de la naturaleza de las dinámicas sociales, económicas y políticas marcadas por el egoísmo, la insolidaridad, la confrontación, la codicia y la manipulación, o del estado de salud del Planeta y de nuestra propia salud mental y física. Sinceramente…, ¿puede afirmarse que todo ello es fruto de un manejo ordenado de las energías vitales, o por el contrario es debido a una utilización errónea o perversa de los elementos/recursos disponibles, y lo que hemos generado no son sino “energías infernales”?
El Purgatorio
Pasado un cierto tiempo -impredecible- el fallecido habrá concluido la visión de sus acciones perversas o contrarias al orden o propósito divino, y también habrá absorbido las “energías infernales” por él generadas. Experiencia ésta que marca el final de su infierno, pasando de nuevo a contemplar la película de su vida. Pero esta vez, únicamente verá aquellas otras acciones que provocaron daños leves, indirectos e involuntarios, que también exigen ser reparados.
Todos somos igualmente responsables de los efectos que provocamos indirectamente, sin pretenderlo y aún ignorándolo, así como los provocados por la no participación en la convivencia, por ser tibios, ajenos o ausentes de la vida que pasan por ella sin nada que aportar. Y esta tarea reparadora es objeto de la zona purgatorial, que sugiere la necesidad de una vida física más sensible, participativa, empática y consciente de los detalles.
Las Recapitulaciones Nocturnas
Algunas doctrinas recomiendan el ejercicio en vida de determinadas prácticas, con objeto de reducir las experiencias dolorosas que esperan después de la muerte mientras el ser transita por la zona infernal. El procedimiento, llamado Recapitulaciones Nocturnas, consiste en evocar -al acostarse- todos los acontecimientos vividos durante el día, comenzando por los más recientes hasta acabar con la imagen del despertar matutino. Esta evocación debe traer a la persona no solo el recuerdo de la acción, sino sobretodo y fundamentalmente, la sensación que cualquiera de sus acciones haya producido en los demás. Se trata, pues, de hacer un trabajo de anticipación de lo que el fallecido realiza cuando se incorpora a la vida en el astral, procurando tomar conciencia aquí de lo que hemos generado con nuestra conducta. Para que tales Recapitulaciones surtan efecto, se recomienda que la toma de conciencia de los actos vaya seguida del arrepentimiento sincero cuando se trate de una mala acción, y de la satisfacción y aprobación propias si lo que se juzga es una actuación noble. De esta manera se acorta la estancia en las zonas bajas del astral, y el ser puede incorporarse antes a sus otras tareas en las regiones más elevadas.
Una práctica, en fin, que recuerda el sacramento de la confesión.
Félix Gracia
(Publicado originalmente en la Revista MÁS ALLÁ de la CIENCIA en 1989, y Recuerdos de mí)
P.D. Próxima publicación: Parte (3) EL CIELO