“En el principio solo existía Yo en mi potencia espiritual; y controlando mi energía, dentro de Mí surgió la manifestación cósmica. Todos los mundos, materiales y espirituales están en Mí”. (Brahman, Divinidad Suprema del Hinduismo)
Puede que esta cita sea la primera declaración histórica conocida en la que una Divinidad se reconoce madre gestante del Universo o Cosmos, idea y sentimiento unidos que inspiró a nuestros antepasados el término sánscrito de Akasha para referirse a ello, que significa vientre generador, protector, nutricio y contenedor de la Vida y de todo cuanto existe, mucho tiempo antes de que se le llamara Dios.
Todo existía en el seno de Akasha. Todo era Akasha en continua gestación. Fuera de Akasha no había nada. Akasha era el/lo único existente. Y el tiempo patriarcal y la masculinización del Mundo y de Dios, aún no habían llegado. Ni la configuración de una familia humana no familiar, desavenida, que llegaría después.
De aquel periodo del tiempo sagrado, conservamos su memoria guardada en algún lugar del inconsciente colectivo con el nombre de “archivos o registros akáshicos”, inspiradores de muchos de nuestros sueños más nobles e ideales, concebidos desde el sentimiento de lejanía y la añoranza que conlleva la vida cotidiana, resuelta en otra categoría o cualidad del tiempo marcado por la separación, la culpa, la ignorancia y el olvido; tiempo que hemos llamado profano para distinguirlo de aquel otro anterior, y en el cual estamos instalados.
Y, puesto que todo lo vivido permanece latente y vivo en nuestra psique, cabe decir que la versión materna de Dios nos sostiene y acompaña desde el comienzo; es decir, que existe y que nunca ha dejado de existir. Otra cosa es si eso que sin duda existe, está al mismo tiempo creado o hecho real, manifiesto, percibido, aceptado y vivido por el ser humano, que es la condición necesaria para el cumplimiento de la creación, porque en verdad y como ya sabes, la Creación es un asunto de dos: el que crea y el destinatario de aquello creado, quien con su aceptación consuma la Creación haciéndola realidad. (Sugiero al lector del presente artículo, la lectura de otro mío anterior titulado: ¿EXISTE LO QUE NO SE VE?, incluido en mi web, que clarifica este asunto)
Así pues, aquel mundo idílico no ha desaparecido, simplemente ha avanzado la Evolución añadiendo más y más complejidad a la vida durante miles de años -aún si en algunos aspectos pareciera que hemos retrocedido- hasta alcanzar el escenario actual, menos idílico que aquel de antaño pero infinitamente más complejo y difícil de gestionar dado el combinado de ingredientes que lo componen y la cualidad del tiempo, no climático, sino de consciencia ya mencionado y conocido: el tiempo profano. Una suerte de atmósfera psíquica donde el Alma se percibe a sí misma sin su fuente – aislada y distinta de aquella Akasha que contenía a todo el Universo. Sin Madre…, como un ente solitario, pero con algo repentinamente surgido, nuevo y desconocido, extraño y gratificante a la vez que denominamos consciencia de sí mismo, o Yo, o EGO, único, singular, independiente y autónomo. Del Akasha había nacido Adam; del TODO, la Parte; De DIOS, el Hombre. Y del Paraíso…, el Mundo.
Queda inaugurada la Vida Humana…
Nada será igual a partir de ese momento, único en la Historia, que la posteridad culta registrará como el mayor de los hitos acontecidos en la Evolución, del cual y mucho tiempo después, las religiones elaborarán un relato explicativo, que solo será eso: un relato, una interpretación hecha desde fuera del Akasha por los hombres, basada en indicios y conveniencias sociales, personales y de todo tipo; es decir, adaptada a las circunstancias y no a lo que fue.
… Y el Mundo se transforma en la Caverna de Platón, miles de años antes de que el Filósofo, discípulo de Sócrates, escribiera la famosa metáfora de la vida humana, que aún perdura, y quién sabe si por siempre, configurando un “mundo paralelo” virtual y real a la vez. Coexistente con múltiples otros donde también se halla uno llamado “Reino de Dios” que podría constituir el inmediato devenir, convertido en desenlace final y alternativa del todavía actual y dominante “Mundo de la Caverna”. Algo así como un triunfal regreso al interior de la Caverna de aquel intrépido personaje que salió al exterior y descubrió la Luz y las sombras, y el juego entre lo real y las apariencias que abre la puerta a la concepción del otro Mundo, definitivamente reconocido y aceptado. Ese Reino Celestial tantas veces profetizado y que en estos tiempos nombramos Mundo Nuevo, que ya no es otro lugar según nuestro sentir, sino otra manera de vivir aquí donde estamos, entre nosotros y el hábitat que nos acoge… de claras resonancias akáshicas, que siguen vivas en el Alma.
Sí, totalmente vivas y activas. Porque el día que Dios se hizo Madre, se hizo para siempre.
Esta es la piedra angular de la Creación, el fundamento y la roca firme del Universo. La VERDAD, obviada en el relato construido por los hombres, habitantes de la Caverna abducidos por las sombras y las apariencias que desplazan a la Verdad, pero no obstante sostenida por Dios, que se hizo eterno y Madre para así mantener su promesa de no abandonar jamás a sus hijos.
Sí, queridos amigos, que se hizo Madre. Porque el concepto Madre es indicativo de una función femenina que se cumple en la relación con el hijo y es también una categoría de Mujer, siendo éste (el hijo) quien se la confiere por el hecho de ser hijo; es decir, por ser “nacido de una madre”, definición exacta de hijo que hace de la mujer una madre, y del propio hijo, el motivo para la existencia de dicha madre.
Observación y razonamiento que nos lleva a comprender que ambos, madre e hijo, son elementos inseparables de un sistema completo en si mismo, o partes de una Unidad en la que cada uno de ellos existe para que exista el otro. Un par o sistema en el que el “otro” es la razón o motivo de la existencia de uno mismo, del YO o Yo Soy. Un acto inconmensurable de AMOR, por tanto… Y un modelo cósmico para la humanidad que supera al más alto nivel de la compasión y nos advierte que existe un complemento nuestro; visible y conocido, o no; que es la razón de nuestra existencia como nosotros de la suya. Y que quizá Dios lo sea (lo es) de todos: un Dios-Madre al estilo de aquel “padre bueno que está en lo secreto (íntimo e invisible, una Presencia) que te acompaña en tu cotidiano vivir, que conoce tu necesidad y que cuida de ti”. Un padre atípico desvelado por Jesús, en el que pocos confiaron entonces…, y aún ahora.
Atípico, en verdad, pues la combinación “padre y bueno” en aquellos tiempos era una contradicción y un absurdo, algo así como “pedirle peras al olmo”, porque la función de padre iba asociada al ejercicio de la autoridad, la disciplina, la severidad o el castigo, por citar algunas. En tanto que la bondad, el cuidado, la protección, y el amor incondicional y sin límites eran atributos de la Madre, cualidades o dones que Jesús, en contra del criterio social de su época, atribuyó al nuevo Yahvéh, al Dios que se revela y hace presente ante su pueblo a raíz del Exilio en Babilonia, el Dios de la Nueva Alianza, que decide ubicarse en el corazón del ser humano y vivir la vida que viva éste, una nueva relación que sustituía a la del Sinaí establecida dos mil años antes por un Dios que, aún llamándose igual, no era el mismo, pues aquél sí ejercía ante su pueblo como un padre severo, justiciero y celoso que extendía su castigo hasta la cuarta generación descendiente del infractor, y no solo a éste (Éxodo 20, 5-6)
Y aquí nos hallamos. Hoy, 2500 años después de celebrada la Nueva Alianza, luego fortalecida y humanizada por Jesús al nombrar “padre bueno” al nuevo Yahvéh y convertirlo en el padre protagonista de la Parábola del Hijo Pródigo que somos todos: ése que no le pide cuentas ni exige explicaciones al hijo que vuelve, puesto que él ha acompañado al hijo en todo cuanto ha vivido éste, y ha sido su apoyo y su aliento permanentes; ese padre que espera el regreso del hijo y que sale a su encuentro cuando le ve venir; que lo estrecha contra su pecho en un fuerte abrazo y que ordena celebrar un banquete en su honor.
Ese “padre bueno”, nuestro, es una mujer y Madre no reconocida por el patriarcado, que gusta ser llamada MADRE por sus hijos.
Félix Gracia (Febrero 2023)
P.D. Pensaré en estos términos cuantas veces piense en Dios o en la familia humana.