Has aprendido a reconocer la inocencia que te hace inocente a ti. Tú siempre lo fuiste, pero, ¿de qué te servía si creías lo contrario. La inocencia que te salva del sufrimiento no es una formulación intelectual, sino una profunda certeza sentida en lo más hondo de tu corazón. Y esa convicción interna que no requiere argumentos es la que surge de ti cuando haces inocentes a los demás. Ese tesoro ya estaba en ti, pero necesitas hacer el gesto de concesión a los demás para descubrirlo.
Lo mismo sucede con la satisfacción de tus otras implícitas peticiones, como sentirte perfecto y unido a Dios; es decir, amado o integrado en ÉL, incluso en tu estado presente de condicionamiento y materialidad, lo que en términos coloquiales equivale a decir: sentirte amado por Dios siendo tal cual eres.
Desde el punto de vista intelectual, es evidente que todo eso ya lo tienes: El haberte reconocido como estado de Dios, lleva implícito el reconocimiento de tu rango divino y de tu ilimitada naturaleza. Pero de nada te sirve mientras no tengas la experiencia interna, la convicción pura que no necesita palabras. Y, esa, como siempre, es obra del Espíritu Santo a través delos demás.
Tú tienes una particular idea acerca de lo que es el amor. Crees que el amor es esa mezcla de emociones y sentimientos que experimentas en relación a alguien o a algo; de manera que solo crees amar cuando y donde experimentas dicha sensación. Tu visión del amor es por tanto limitada y se concreta a personas y cosas que constituyen tu “patrimonio” personal: amas a “tu” familia, a “tu” pueblo, a “tu” casa, a” tus” amigos, a “tu” profesión”…,pero no amas a lo demás; es decir, no “sientes” por ello lo que “sientes” por lo tuyo.
Y ese particular amor, tampoco lo concedes indiscriminadamente, sino ajustado a ciertas condiciones. Amas a tu esposa, o esposo, porque es “tuyo”, pero siempre y cuando sea de una determinada manera; es decir, siempre que se ajuste a un perfil de exigencias, tácito o expreso, que marcan la condición de tu amor. Si éstas no se cumplen y tras un forcejeo mediante el cual intentas hacerle cambiar, apagas la llama de tu encendido amor o simplemente lo rechazas…
Pues bien, si así actúas ante los demás, limitando tu amor a lo tuyo y excluyendo, en consecuencia, a lo otro, ¿cómo podrás sentir que Dios no te ha excluido a ti? Y, si para que los tuyos merezcan tu amor han de cumplir ciertas condiciones, ¿cómo sentirás que Dios no te las pone a ti? ¿Acaso podrás sentir que Dios te ama siendo como eres, mientras exiges a alguien que cambie para sí agradarte a ti? ¿Crees que podrás sentirte perfecto y adecuado tú, mientras ves la imperfección en los demás? Lo que das al otro, a ti mismo te lo das.
Vuelve a mirar al mundo con los ojos del Espíritu Santo y verás en él la perfección de Dios. Unos serán altos, otros gruesos, cultos, bruscos, sensibles…; les gustará lo mismo que a ti, o tal vez lo contrario; te mostrará su apoyo, o parecerá contradecirte…, qué más da. El otro, los otros no son así para que tú los cambies, sino para cambiarte a ti; para ajustar tu visión hacia lo que hay más allá de las apariencias y que se llama estado único de Dios y, por tanto, perfección. Reconócela en ellos y la sentirás en ti.
El amor no es un sentimiento, sino una actitud; una manera de ser inspirada en el reconocimiento de todo como manifestación de Dios y, en consecuencia, en su aceptación sin límites ni condiciones. Ama quien une, quien integra en sí cuanto conoce y ve, aunque dicha actitud no le provoque sensación alguna.
Antes, cuando identificabas tu amor hacia alguien con los sentimientos aflorados en tu relación, creías que desaparecidos éstos también se había extinguido el amor. ¿Cómo podías asociar el amor a algo tan inconsistente como una sensación? Desde tu nueva visión no tienes que esperar a que el sentimiento florezca para sentir que amas: basta con que tu actitud sea amorosa.
- Félix Gracia (“Escalera al Cielo”)