“Y vi surgir del mar una Bestia (…) y se le dio poder de actuar durante cuarenta y dos meses…” (Apocalipsis 13, 1-5)
El refranero castellano concluiría el título del presente artículo afirmando con rotundidad: “…llega la calma”, por supuesto. Porque la tormenta es un fenómeno atmosférico puntual bien conocido que, en base a la observación del mismo y pese a su aparatosidad, se constata que siempre concluye cesando; es decir en estado de “calma”.
Pero cuando se utiliza el término en versión psicológica; es decir, para definir una circunstancia humana perturbadora que envuelve la vida de una persona, la respuesta ya no está tan clara, pues hay tormentas que aparentan cesar porque ha desaparecido su aspecto visible o aparatosidad, pero siguen ocultas y vivas sin ser identificadas. La calma en este caso es ficticia, pues la tormenta no se ha ido: solo ha cambiado. Y sigue estando donde siempre está, que es el alma…, donde también reside el “sentimiento de culpabilidad” con sus derivados, que es “la madre de todas las tormentas”. El Dragón rojo de la metáfora.
¿Recuerdas? Traté este asunto en mi anterior artículo titulado “Por el humo se sabe dónde está el fuego”. Y en él sigo, pues nada ha terminado pese a nuestra optimista impresión, ni nada termina definitivamente en un proceso de creación continua como es la vida, donde todo lo sucedido queda guardado en la memoria y sirve de soporte a lo que ha de venir después. Así es la vida, un proceso vivo que crea, conserva y transforma a la vez lo creado, guiado por una inteligencia amorosa, compasiva…, que nuestros antepasados bautizaron con el nombre de “Trimurti”, o Santa Trinidad, según la cultura y la época.
No importa que la humanidad presente o una buena parte de ella lo ignore, lo niegue o simplemente viva ausente de ello, “distraída”o dormida…, pues todo sigue esa misma directriz y nosotros somos los actores intérpretes del guión: cada uno en su papel y, todos a la vez en la realización del episodio correspondiente al momento, como si de la filmación de una secuencia de cine se tratara.
Y el momento, como señalé en mi anterior artículo, impone un salto de conciencia hacia un mundo nuevo habitado por una nueva humanidad. Una nueva raza humana anunciada por Sri Aurobindo con estas palabras: “de simples hombres se convertirán en seres espirituales, y la vida terrena se convertirá en divina”. Esa es la secuencia de cine por filmar: una experiencia personal y colectiva de renacimiento que en nuestra tradición está asociada a una hermosa metáfora, donde… “una Mujer vestida de Sol y con la Luna bajo sus pies, da a Luz a un Hijo mientras les acecha un Dragón”.
Una metáfora, digo, de nosotros mismos; del ser humano, y no una fantasía. Pues la Mujer, el Hijo y el Dragón son arquetipos o impulsos vivientes que existen en el alma de la humanidad: ellos inspiraron la metáfora apocalíptica que hoy, dos mil años después, nos ha permitido conocerlos e identificarlos en las circunstancias actuales de “tormenta mundial” extrema.
Tormenta, sí, que nos pilla al “descubierto”; es decir, “distraídos” o faltos de atención. Una más, en la larga historia de tormentas habidas que han hecho de dicha experiencia una rutina, un “fenómeno pasajero” que concluye en “la calma”, como los atmosféricos, antes que una expresión de lo que ocurre en el alma llamándonos a despertar e intervenir.
Por eso solo las atmosféricas acaban. Pero las otras, las psicológicas o del alma no acaban nunca: cambia el escenario, pero sigue el guión, que es la Vida y el vivir…
Por qué te cuento esto, amigo. Pues porque no ha terminado la tormenta que describí en mi artículo anterior -ya mencionado- acerca del humo y del fuego…, y del Dragón. Y no ha terminado, incluso si mañana mismo cesan los combates en Ukrania y todos los conflictos repartidos por el mundo.
Verás. Siguiendo el hilo del libro de la Revelación o Apocalipsis, uno puede pensar que producido el nacimiento del Hijo sin que el Dragón lo devore, y trasladados él y su madre, la Mujer, a un lugar del desierto donde permanecerán durante mil doscientos sesenta días bajo la protección de Dios; uno puede pensar, digo, que la “tormenta” ya ha pasado y llega la calma. Pero no es así. Unas líneas más adelante hallamos el siguiente anuncio con el que he dado comienzo al artículo: “Y vi surgir del mar una Bestia (…) y se le dio poder de actuar durante cuarenta y dos meses…” (Ap 13, 1-5) O sea: mil doscientos sesenta días…, el mismo tiempo de estancia del Hijo y la Mujer en el desierto.
Es decir, que la tormenta va a seguir al compás de la Bestia, que es una variante del anterior Dragón; con otro aspecto, pero tormenta en todo caso que sigue advirtiendo de la necesidad de abrir los ojos de la conciencia para ver e intervenir en la causa de donde nacen todas ellas. Causa profunda instalada en la psique humana a modo de consigna imperativa más poderosa que la suma de todas las voluntades; una ley que se cumple inexorablemente, ante la cual apenas somos instrumento…
No exagero. Es así. Sin eufemismos. Dicha ley –ya lo sabes- se llama “SENTIMIENTO DE CULPABILIDAD”, que incluye a otros como “indignidad”, “inadecuación”, “imperfección” e “inmerecimiento de las cosas buenas”. Un corpus de fe o de presunciones tácitas nacido de la creencia en la comisión de un pecado en el origen de la existencia que nos separa o distancia de Dios, con efectos demoledores, pues veta nuestro derecho natural al gozo y al bienestar, al propio tiempo que atrae las limitaciones y el sufrimiento con los que compensarlo; como ya expuse en mi anterior artículo.
La tormenta sigue, pues vive en el alma y viaja con nosotros mientras no se modifique la “trayectoria o camino de fase” que llamamos comúnmente vida humana; ese concepto cuántico que, desde nuestra posición de partida –nuestra fe- nos orienta y dirige hacia un futuro determinado, incluso si no es deseable, y no a otro; siendo que existen alternativas a él a modo de “futuros posibles” como cuando eliges un canal u otro de TV pulsando un botón… Futuros a los que no tenemos acceso salvo modificación de la “posición de partida, o inicial”: del corpus de fe que determina nuestra vida; equivalente a pulsar otro botón.
Esta es nuestra realidad existencial; el “estado de condicionamiento o de vida condicionada por la ignorancia y el olvido” contenido en la palabra sánscrita de “Avidya”, al que tan a menudo apelo, y que en verdad contiene dos puertas, y no una sola que sea la orientada al sufrimiento. Existe otra puerta orientada al gozo y al bienestar posible, en forma de Mundo Nuevo o Nueva Humanidad. Pero solo se abre cambiando la vieja posición de partida inspirada en la culpabilidad, por otra renovada basada en la inocencia y el merecimiento, propio y de los demás.
¿Qué hacer, ahora que sabemos que el Hijo ya ha nacido y la Bestia anda suelta? ¿Dónde está el libro de instrucciones…?
No hay libro. No hay instrucciones. No hay catecismo. Tengamos claro que las religiones, que son verdaderos “códigos de circulación”, son creaciones de los hombres, mientras que la Vida es obra de Dios.
No hay censura en mis palabras ni en mi sentir, pues reconozco la utilidad y la adecuación de todo. También de la Bestia y cuanto representa. Pero eso no me obliga ni somete a su disciplina que, como el resto de alternativas, conduce a un futuro en el que yo no estoy o no quiero estar; y en cambio, dicho futuro es el adecuado para la actividad de otros, tan lícito como el que yo pueda elegir para mí.
De estas palabras, querido amigo, puedes deducir cuál es mi respuesta a la pregunta formulada de: “¿Qué hacer ahora?”; ¿Qué hacer…? Pues eso: DEFINIRSE. Decidir qué eres y qué quieres ser, pues tu presente íntimo y tu futuro posible están conectados. Y, si tu voluntad y tus sueños están orientados hacia ese futuro que llamamos Mundo Nuevo o Nueva Humanidad, plántate ahí con valentía y no te inquietes por nada porque tu decisión te ha incorporado a una “trayectoria” que te conduce al destino elegido, y cada día te muestra el paso a dar. Jesús, que lo sabía aún sin saber nada de física cuántica, decía lo mismo: “Vosotros buscad el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura”. ¿Recuerdas?
Este presente temporal que vivimos, no es lugar para tibios. Este es el tiempo del “Heme aquí”, sin “postureo”.
Así es mi sentir y mi convicción, desde tiempo atrás y cada día renovado. Y con ellos me sitúo de nuevo en ese momento del libro que señala el nacimiento del Hijo y también el de la Bestia. Los dos vivos, por tanto, simultaneando sus respectivas existencias… Una situación similar a la de los canales de TV, todos operativos y emitiendo a la vez en el mismo espacio, pero con frecuencias o claves para la conexión diferentes; disponibles todos ante el espectador, que puede elegir entre ellos el canal que desea… Todos los futuros están abiertos, por tanto… Estamos en la vida cotidiana, que tanto se parece al salón de tu casa donde tienes la tele.
Y aquí estoy, conmovido y consciente de cuánto hay en juego; del momento histórico que nos toca vivir, y de que todo se dirime en mí y en todos, en el alma, donde residen la Madre, el Hijo y los simbólicos animales con toda su potestad; que todo ello me (nos) pertenece y soy yo, como una “unidad posible” alcanzable en algún momento, luego o más allá del estado de división interna y de su actual desavenencia proyectada y visible en el exterior en forma de confrontaciones, destrucción y sufrimiento. ¿Cómo “elegir”, pues, una entre todas esas partes sin provocar más separación, sin hacernos más daño? ¿Acaso de ese modo se resuelve la desavenencia existente? No, no se resuelve: se mantiene. Es decir, se prolonga la situación de hoy, de ayer y de siempre, desde que la Humanidad dio cabida a la creencia en su enemistad con Dios por causa de un pecado y al sentimiento de culpabilidad, más todos sus añadidos conocidos, que da lugar a lo que ahora, benévolamente, he rebajado al nivel de “desavenencia”. ¿Es esto lo que queremos? ¿Es esta la sociedad que llamamos “Nueva Humanidad”, la del Cielo en la Tierra, la que ha de poblar el Mundo Nuevo? ¿De verdad es esto lo que hay que hacer?
No. Rotundamente no. Esto simplemente es lo que siempre hemos hecho, el cómo hemos reaccionado frente a la confrontación permanente, la lucha de intereses, la destrucción, la desgracia, la injusticia, la avaricia, la violencia, la mentira, el miedo…, y tantos otros nombres más que ponen rostro a la tormenta en que hemos convertido la Vida.
No. No es esto lo que toca hacer, sino cambiarlo. Y cambiarlo no significa elegir a uno u otro del conjunto de elementos en juego que representan el contenido íntegro del alma, so pretexto de que es el mejor y negando a los demás; lo cual entraña un juicio negativo, un explícito rechazo y una tácita condena que convierten al rechazado en enemigo de facto, sino elegir como lo haría Dios, que es el origen y sostén de todos, justos y pecadores, sin despreciar a nada ni a nadie. Es decir, ELEGIR A TODOS. Como una unidad: el HOMBRE, hecho a Su imagen y semejanza, pleno y total. Como un diamante con múltiples facetas, todas valiosas, todas necesarias.
El HOMBRE, mujer y varón en su infinita variedad, como manifestación plena de Dios. Ése es el Hijo que clama por nacer desde hace milenios. El Dios hecho Hombre, reconocido y aceptado al fin.
Llevado a la práctica, es decir, en el quehacer cotidiano, significa ver la adecuación y la inocencia en toda persona y acción, aún si es contrario a tu sentir. Aceptar al “otro”, en definitiva, tal como es; sin pretender cambiarlo. Pues ese otro, al igual que tú, también es Dios hecho Hombre, que ha venido con una función distinta a la tuya, pero igualmente importante y necesaria en el desarrollo de la Creación. Vida compasiva auténtica, comunión con el “otro”…
Sabe que solo mediante la aceptación de los demás te concilias a ti mismo. Y solo conciliado tú, cesa la tormenta.
Una gran transformación, en verdad, que no es fácil ni rápida pero sí posible. Una radical metanoia. Un volver a nacer, tantas veces recordado por Jesús como condición para entrar o acceder al Reino de los Cielos. Y ese renacido de sí mismo es el llamado Hijo de Dios en nuestra tradición; y más recientemente: el “hombre nuevo” o la “nueva humanidad” que poblará la Tierra.
Así lo siento y vivo desde tiempo atrás. Con ese convicción y esperanza. En 1994 fue publicado el primer libro de una trilogía sobre el “hombre nuevo” escrita por mí, con el título: Herederos de la Tierra. En las guardas de dicho libro que preceden al texto, dejé escritas estas palabras que para mí han sido guía y sostén y hoy (casi) suenan a profecía a punto de cumplirse: “Hay un niño en cada uno de vosotros que guarda la inocencia del primer día. Alimentad a ese niño porque trae vuestra salvación. Él ve la señal y oye el sonido del cambio; escuchadle, estad atentos a él y seguid su impulso, que es el verdadero”. Ese es el Hijo que vive en el adulto, de hoy y de siempre, mientras camina por el Mundo…
… el Hijo Pródigo de la parábola, en palabras de Jesús. El que por fin ha vuelto a la casa de su padre con todo lo suyo, con lo que es, con lo que ha sido…
“… y el padre que lo vio venir, salió a su encuentro…” Advierte Jesús. ¿Recuerdas el relato evangélico? “…lo vio venir”, repito yo. ¿No será que lo estaba esperando?
Alguien espera por ti, por todos…
Ha cesado la tormenta, y un rumor a banquete celestial flota en el aire.
Aleluya.
Félix Gracia (Marzo 2022)