“Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo que no os resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguno te requisara para acompañarle mil pasos, vete con él dos mil. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado” (Mateo 5, 38)
No es fácil crecer en el Espíritu, ni cómodo. Tal vez por ello, las ideas que comprometen solo las aceptamos con la mente, pero no las incorporamos a nuestra vida. Y nos mantenemos en la ilusión del “progreso humano”, cuando en realidad no avanzamos ni un paso. Progresar espiritualmente, caminar hacia la Luz, no es tarea sencilla, sino el compromiso constante de descubrirse uno mismo en su verdadera naturaleza esencial, y vivir en consecuencia.
Antonio tenía apenas catorce años cuando partió de su pueblo blanco hacia tierras de promisión. La magia de aquellos soles que maduraban la aceituna de los campos andaluces no bastaba para alimentar a sus hijos, ni la esmeralda de sus olivares podía ocupar a tanto brazo. Aquella tierra andaluza ha traído al mundo hijos que no ha podido criar. Y, Antonio, que empezaba a descubrir la vida correteando por las calles de su blanco pueblo, dijo adiós un día al lugar que le vio nacer.
La familia partió con todo su patrimonio metido en unas maletas, y la esperanza puesta en tierras navarras. Allí, en alguna de sus industrias, el padre de Antonio encontraría el empleo seguro que nunca tuvo. Pero el padre de Antonio murió apenas llegados, truncando las expectativas de cinco hijos, de una familia. Y Antonio, que era el mayor, no supo , a sus catorce años, asumir el papel de cabeza de familia… Desarraigado, lejos de su cielo andaluz y de las calles empedradas de su pueblo, quiso conquistar por la fuerza el futuro que se le había escapado. Y Antonio cambió las escaramuzas de sus juegos de infancia por el atraco a gasolineras, el bullicioso callejeo a la salida del colegio, por el “tirón” que arrebataba bienes ajenos; el sueño de un futuro convencional, por la planificación de atracos cada vez mayores. Antonio robó tiendas, farmacias, gasolineras y bancos. Y Antonio fue a la cárcel, una vez, y otra vez..
Diez años para aprender una lección
Hoy, cuando le he conocido, Antonio tiene veintiocho años, y apenas hace un mes que ha salido de prisión. Tenía dieciocho cuando cometió el último atraco a una sucursal bancaria. Creía haber conseguido una porción de felicidad aquella mañana en que irrumpió a golpe de pistola en la entidad financiera, pero apenas media hora después sus sueños acabarían ante un control policial. Un control rutinario -pìensa él- fruto de su mala suerte. De nada le sirvió rezar para que la policía no descubriese las armas ni el botín escondidos bajo los asientos del coche, y él y sus compañeros -que tal vez ignoraban los invisibles hilos del destino- acabaron su sueño de felicidad fácil en prisión.
Diez años. Diez años vividos día a día sin la esperanza de una reducción de condena, porque para ello hay que mantener “buena conducta”, y Antonio, por el contrario, se mantuvo en una línea de rebeldía. De “reclamación de derechos” -matiza él- Celdas de castigo, privaciones, traslados a cárceles de mayor seguridad… Logroño, Ocaña, Puerto de Santa María… Y el título de “irreductible” precediendo su peregrinar.
Diez años acabados hace unos días, que han devuelto a la sociedad a un hombre que mira con ojos de asombro y desconfianza.
Un sitio para mí
Antonio nunca formó parte de la sociedad en la que vivía. Y hoy, transcurridos diez años de marginación absoluta, manifiesta su deseo de integración. Durante los años de encarcelamiento ha sido testigo de sucesivas reincidencias de sus compañeros liberados que, incapaces de vivir en libertad, volvían a delinquir y retornaban cada vez más hundidos al espacio reducido y sin esperanza de la prisión. Y él, ha intuido la existencia de una dinámica que encierra al delincuente en un círculo infernal de degradación humana, de la que solo o quizá con algo más de un gran esfuerzo, se puede salir. Y quiere escapar de ese abrazo, sentirse uno más entre los seres del exterior…
Antonio pide un espacio donde existir, y no sabe que en esta otra prisión de “hombres libres”, todo se consigue a golpe de curriculum vitae, de méritos, de títulos, de idiomas y de padrinos. Antonio no ha tenido tiempo de aprenderlo. Él ha vivido en otro mundo y, el recuerdo de aquellos soles de aceitunas que cuidaron su infancia, no bastaron para crear entre los muros de su celda la imagen del mundo competitivo en el que quiere entrar. Es como si naciera hoy, a los veintiocho años de edad… Pero con un recuerdo de violencia, de represión y de sueños frustrados sembrado en el alma.
Hablo con él e intento no racionalizar sus comentarios acerca de su experiencia. No quiero pensar, solo quiero sentir, percibir su energía vital en mí. Sentir lo que él está sintiendo. Y descubro -¡ay!- que después de diez años de represión, Antonio no ha comprendido el “para qué” de todo ello: sabe que entró “porque” quiso vivir en rebeldía a lo estructurado, en desacuerdo con las normas establecidas para la convivencia social. Y sabe también que su condena de diez años pudo haber sido rebajada a cuatro, con una conducta de aceptación de esas otras normas del espacio cerrado de la cárcel. Sin embargo, mantuvo su rebeldía aún a costa del alto precio de seis años más de reclusión.
Hoy, cuando puede contemplar la vida sin rejas, expresa un sentimiento callado de reproche a una institución que no ha suscitado en él una actitud de contribución positiva a la vida: eso que se llama reinserción social auténtica. Y acusa a la institución penitenciaria de “fábrica de delincuentes” desde el momento en que no prepara hombres para la sociedad, y se acusa a sí mismo de agotar una experiencia de diez años y no haber comprendido “para qué”. Desea un sitio en la sociedad, pero sabe que la integración es una prueba difícil de superar porque, en el fondo, aún se siente un rebelde y marginal personaje.
No queremos verlo
Vivimos en una sociedad hedonista que separa claramente la elevada imagen de uno mismo de la mediocridad y la miseria del vecino; la honradez propia de la bajeza moral del otro… Vivimos convencidos de nuestras virtudes sin sospechar siquiera que entre nuestra pureza y la degradación del vecino pudiera existir alguna relación -¡Qué disparate!- La “gente buena” es una cosa, y el delincuente otra muy distinta. ¿Cómo puede haber alguna relación entre ambos?
Eso mismo puede pensar de sí la hoja de un árbol o una célula de nuestro cuerpo. Sin embargo, para nosotros que somos el observador de tal planteamiento, aquella hoja, junto con las demás hojas, con las ramas, con las raíces y con los frutos, constituye una unidad llamada árbol. Y que aquella célula que siente su particularidad, constituye junto a millones de otras más, una unidad llamada cuerpo… Las partes, jamás pueden comprender la Unidad en la que están integradas, pero eso no impide que entre ellas exista un vínculo esencial que sostiene y da vida al conjunto.
Y nos sucede como a la hoja del árbol que mece su particularidad entre los vientos, alejada de la raíz que la alimenta y sostiene. Estamos tan seguros de nuestra individualidad que no podemos imaginar nexos de unión con las otras individualidades. Pero existe otro punto para la observación, un plano desde el que se aprecia un vasto horizonte; un lugar más allá de las hojas desde el cual se divisa el árbol. Un nivel de conciencia que nos permite observarnos desde fuera de nosotros mismos y descubrir que somos como las hojas: partes diminutas de un árbol gigantesco al que también pertenecen los desheredados, los míseros y los violentos.
Hay un rincón en alguna parte de nuestro Ser desde el cual se percibe una sola Unidad que integra a todas las criaturas. Y el día que lo descubramos… Ese día, desaparecerán todos los “Antonios” de la faz de la Tierra.
La función de los marginados
Nada es superfluo ni vano en la Creación. Por el contrario, todo responde a un principio de utilidad al margen de cual sea nuestra apreciación moral de los hechos, o juicio. Por eso, la existencia de los colectivos marginados, ha de tener un sentido más allá de su aparente función, un nexo que nos relaciona y nos convierte en necesarios, cómplices unos de otros.
No somos conscientes de ello, pero cuando cometemos cualquier acción o experimentamos una emoción o una idea sostenidas, desencadenamos una dinámica que nos moviliza y conduce hacia una situación futura que está en afinidad con la naturaleza de dicha acción, emoción o pensamiento. No es exagerado, por tanto, decir que el hombre construye su propio futuro desde las acciones presentes. Sin embargo, la ignorancia de esta ley natural nos hace suponer que no existe relación entre nosotros y la experiencia surgida en cualquier momento de la vida; que nada vincula nuestra pacífica vida de hoy con el agresor que nos ataca o hiere, Establecemos, en definitiva, que no hay relación entre la siembra y la cosecha o el fruto. Reacción natural, no obstante, dada la percepción limitada de nosotros mismos y de nuestra existencia creyéndonos ser la persona que exhibimos, concreta y reducida al Yo y lo mío… Creemos ser, por ejemplo, aquel niño nacido en un pueblo de casas blancas y que hoy ocupa un espacio en la sociedad. Nos identificamos con ese vehículo aparente de lo que somos y vivimos en la creencia de que nuestra existencia es algo particular, limitado y puntual. Por ello, ¿cómo ver relación alguna entre nuestra conducta pacífica y la aparición del agresor? Pero si trascendemos esa idea limitada acerca de nuestra existencia y aceptamos que más allá de la manifestación puntual somos seres eternos que navegan por los diferentes planos experienciales…, entonces, tal vez podamos asumir que en un pasado remoto, pudimos haber sembrado lo que hoy recogemos.
La buena imagen
Dicen que hemos progresado y que uno de los indicadores más claros es el nivel de tolerancia alcanzado, o de aceptación de los demás. Se refieren, claro está, a que no nos agredimos físicamente sin un motivo legal o justificado. Que la violencia es cosa de un colectivo reducido, marginal, poco o nada civilizado. El otro colectivo, el común y quizá mayoritario, ha desarrollado otras cualidades entre las que destaca la hipocresía y, bajo la máscara de la educación y la tolerancia se esconden las más podridas ambiciones, envidias y odios contra el otro. Ahora no agredimos físicamente a los demás, simplemente nos limitamos al rechazo, la indiferencia, el desprecio y la aversión soterrada. Nos limitamos a odiarlos en silencio.
¿Cómo podemos pensar que hemos progresado cuando el mundo creado se cimienta sobre la competitividad egoísta y destructiva? Yo no creo que eso sea progreso, pues simplemente hemos cambiado la forma de ejercer la violencia. Antes, las tensiones emocionales eran liberadas a través de la confrontación física, y por ello éramos incivilizados. Hoy, esas mismas tensiones se reprimen u ocultan en el inconsciente porque no está bien visto ir de violento por la vida, y provocan el rechazo y la sanción. Pero ¿adónde van a parar las energías creadas por nuestras pasiones, odios y frustraciones reprimidas? ¿Qué ocurre con la agresividad generada en la lucha diaria por el estrés, por la presión ambiental, por las decepciones, por la injusticia…? Mantener la apariencia de seres civilizados no nos desliga del problema pues, por más que lo ignoremos, estamos inexorablemente vinculados a dichas energías, y un día nos encontraremos con la circunstancia -aparentemente casual- que da forma o manifiesta la situación anímica pasada.
Nada se desperdicia en el Cosmos, todo tiene su utilidad. Y las violencias generadas y reprimidas por los civilizados, sirven de estímulo y alimento de otros seres sensibles ellas, quienes de ese modo se convierten en canales para su exteriorización. Después, cuando les veamos actuar no descubriremos en ellos ninguna relación que les vincule a nosotros y juzgaremos que son peligrosos y que han de ser confinados en espacios privados, reducidos y alejados de nuestra civilizada sociedad. Como si el motor fuese algo sin la fuente que le suministra energía.
Los que practican la violencia están a nuestro lado porque les alimentamos. Forman parte de nosotros, como las hojas descoloridas y enfermas también forman parte del árbol. Y son, en su aparente primitivismo, el compañero de viaje que tropieza en la piedra del camino dejada por los que pasamos antes.
Quien esté libre de pecado, tire la primera piedra
No es fácil asumir cuanto digo. Y no lo es porque a fuerza de no reconocer ninguna conexión entre los hombres más allá del reducto del “Yo y lo mío”, menos aún podemos asumir que exista alguna vinculación entre la víctima y su verdugo. Por eso, hemos establecido unas reglas de juego donde el agresor es automáticamente marginado por la sociedad y culpable. Juzgamos o interpretamos la agresión atribuyendo toda la responsabilidad al agresor, sin sospechar siquiera que el agredido haya podido participar en la causa invisible de la agresión finalmente compartida entre ambos. Juzgamos desde la ignorancia de las leyes que trascienden nuestros convencionalismos y, por ello, nuestro juicio será equivocado, y la sentencia injusta. Condenamos al agresor y reconfortamos al agredido. Separamos las partes esenciales de una misma circunstancia y privamos con ello a ambos de comprender el “para qué” de la experiencia.
Estamos ciegos, instalados en un nivel de conciencia semejante al de los habitantes de la mítica y siempre actual Caverna de Platón; en un nivel primario que solo nos permite ver las apariencias tangibles. ¿Cómo, pues, vamos a amar al enemigo si no somos capaces de reconocer en él al hermano y cómplice que nos devuelve la otra cara de nuestra imagen, la reprimida y fea, la que los halagos de quienes nos aman y el miedo a perderlos, no nos permiten mostrarla? ¿Cómo vamos a abrir nuestro corazón al agresor que provoca una experiencia generadora de conciencia si no reconocemos en él al libertador de una dinámica en la que estamos prisioneros? ¿Còmo vamos a estructurar una sociedad justa si ignoramos los vínculos que nos unen, al margen de las apariencias?
Un día despertaremos de este sueño. Dejaremos de sentirnos hojas y veremos el árbol en el que existimos. Y nos sentiremos rama y corteza, savia que alimenta y raíz que sostiene… Entonces, estableceremos normas en base a la Unidad, y no para las partes desunidas.
Dale lo que te pida
Aquellas palabras de Jesús citadas al comienzo, expresan algo más que compasión y solidaridad. No resistirse al mal y compensar con holgura la reivindicación del hermano, es mucho mas que ser caritativo: es ser consciente, es aceptar el vínculo entre el que reclama y el reclamado, es consumar una experiencia señalada por los invisibles hilos de la vida que integra dos aspectos del mismo ser.
¿De dónde surge, en consecuencia, la inspiración que nos lleva a crear la represión y la condena como sustitutivos de la “no resistencia al mal”? Hemos creado un mundo al revés, contrario al espíritu sinérgico del universo y, por tanto, diabólico.
Mientras en el mundo exista la represión y el desamor, que son formas de confrontación, desavenencia y lucha; mientras haya colectivos marginados y leyes humanas de corta visión que defienden a unos de los otros,
-catalogados como buenos y malos- este será un mundo perverso , y nosotros seres diabólicos que han progresado tecnológicamente, pero no en espíritu ni conciencia.
Hemos confundido la idea del progreso y, quizá por esa razón, los planes de reinserción social de los grupos marginados resultan ineficaces. No consiste solo en mejorar las condiciones de vida en el interior de las cárceles ni basta con enseñar un oficio a los reclusos, aun siendo todo ello positivo. Porque nada puede lograrse separando las partes de un cuerpo, del cuerpo mismo. No se puede conseguir un hueco para ellos en la sociedad industrial con puestos de trabajo para los nuevos, si antes no les hemos hecho un hueco en nuestros corazones; pues nada puede vivir a nuestro lado que no viva también en nosotros. Aceptados e integrados.
Antonio pide un sitio para él. Todos los “Antonios” del mundo piden un hueco en la vida, y la sociedad pone reparos ante su historial. No les acompañamos mil pasos, ni les damos la túnica… Ni les perdonamos el parecerse tanto a nosotros .
Félix Gracia (Artículo publicado en la Revista MÁS ALLÁ, en Abril de 1990, vigente). Y un recuerdo de mí, que sigue vivo.