“Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mateo 28, 20)
Al pie de la cruz, dos mil años atrás.
Juan -dijo Jesús- tengo sed…
“El discípulo amado acercó un paño mojado a los labios del Nazareno que apenas tenía ya fuerzas para absorber unas gotas de agua ni para hablar. La abundante sangre perdida había aumentado su debilidad hasta límites extremos y respiraba con mucha dificultad, con inspiraciones breves y entrecortadas que apenas conseguían llevar aire a los pulmones. Jesús se iba lentamente, como la llama de una lámpara en la que se agota el aceite…
Percatándose de ello, Juan se abrazó instintivamente a él rodeándolo con fuerza por la cintura y lo elevó sosteniéndolo en el aire en un acto amoroso y extremo que ya no interrumpiría hasta el final. Los brazos y los pies del Nazareno fueron así liberados del peso de su exhausto cuerpo y pudo respirar mejor. El alivio, no obstante, sería muy breve.
Habían transcurrido ya sesenta minutos desde que fuera colgado en la cruz, y Jesús era consciente de que se acercaba el final, el momento cumbre de su muerte con el que se consuma su Obra y ante el cual todo lo acontecido ha sido camino, circunstancia adecuada para la toma de conciencia e identificación de cada aspecto de la vida llamado a ser recogido, integrado y amado por quien vino con esa misión…
El largo viaje del hijo, como la de aquel simbólico pródigo de la parábola, concluía en el Gólgota y Jesús se hallaba ya en los momentos finales del mismo, cuando llevando sobre sí la Historia eterna de los hombres hecha de gozos y de miserias, de sueños y desencantos, de perdones insuficientes y de condenas, divisa cercana la casa del Padre y su puerta abierta. El paso entonces se hace lento y medido, saboreado. Sin cansancio ni prisa para un caminante que se sabe igualmente llegado. Cada lento minuto de su vida, cada segundo, era por tanto vivido con la intensidad del que conoce cuánta promesa se concentra en él; del que se sabe a la vez portador de la esperanza de los hombres y de los dones de Dios; del que es hijo que vuelve y Padre que lo espera…
Literalmente caído en los brazos de Juan, el Nazareno daba ya en la cruz los últimos pasos, medidos y gozosos del hijo que se va. Liberado de la tensión que ejercía su cuerpo sobre las partes clavadas y del dolor, y sosegada al propio tiempo la respiración, su corazón empezó a latir a un ritmo acompasado, lejos de las arritmias agudas que le había provocado con anterioridad la agonía.
Juan lo sostenía con sus brazos, cuerpo a cuerpo, unidos en la piel y en el alma como aquel lejano día a orillas del Tiberíades en la Galilea que les vio nacer. Al igual que entonces, Jesús, en un abrazo infinito y abierto, volvía a recibir en su pecho al amigo, y éste, a revivir la sensación de estar penetrando en otra realidad a través de él.
Las puertas del mundo parecieron cerrarse en torno al reducido espacio de la cruz y, por un momento, solo existieron ellos dos en mudo abrazo y en medio, el sonido del corazón. Juan. Lejos de la motivación inicial que le impulsó a ello, se abrazaba ahora a Jesús como quien se aferra a la vida; sintiendo en el plexo el latido cardíaco del Nazareno como reflejo del suyo, apagado, pero misteriosamente vital. El discípulo percibía su fuerza y cómo con su suave cadencia atraía al suyo, y éste cedía a la llamada ajustando a él su autonomía…, dejándose llevar hasta hacerse uno solo.
Juan perdió la conciencia de su cuerpo y se sintió inmerso en el universo de Jesús. Los límites corporales habían desaparecido y él experimentaba el latido de un solo corazón no circunscrito ni limitado a un cuerpo, autónomo y esencial en sí mismo más allá de la carne y de todos los mundos, desde donde la Vida parecía fluir y extenderse. En un instante sin tiempo, Juan viajó desde el principio de la materia hasta el confín del universo y vio que todo era uno. Y que el uno nacía del corazón, y que el corazón era Jesús.
…Quince, catorce, trece… El reloj del destino comenzó a contar los segundos finales de la vida del Nazareno mientras este dirigía su último pensamiento a lo más distante de la existencia, a los inframundos, a la morada más sufriente de la Casa del Padre donde moran los rechazados y condenados por siempre, los que constituyen la oveja extraviada y ausente del redil según sus palabras, y el aliciente supremo del buen pastor. Su luz volvió a iluminar cada rincón de la existencia en el que fue su último viaje en busca del también último ser. Para que todo fuese en Él, para que nada se perdiera. Porque nada ha de faltar.
Cuatro, tres, dos, uno…, sonaron implacables los últimos segundos en el Gólgota.
- Juan… -dijo entonces Jesús al oido del Apóstol- todo está consumado.
Y tomando una bocanada de aire, buscó los labios del discípulo para dejar en ellos su último aliento.
Se hizo el silencio en la Tierra. Callaron los pájaros en Getsemaní y los vientos se calmaron… Jesús acababa de morir. Su cuerpo sin vida se venció hacia adelante sin que Juan intentara ya contenerlo. En su caída, la cabeza del Nazareno se desplomó suavemente sobre el hombro izquierdo del Apóstol como si estuviera dormido, como si aún viviera y aquello fuese un breve descanso en su caminar…
Juan lo retuvo amorosamente en sus brazos sintiéndolo vivo, palpitante. La razón le anunciaba su muerte, pero el sentimiento afirmaba su vida… Transcurrieron unos segundos de vacilación entre el desconcierto y la sorpresa del Apóstol, hasta que se impuso la claridad: ¡No! Jesús no se había marchado porque él lo sentía allí, ¡Vivo!, presente en el latido de aquel poderoso corazón que no obstante seguía manteniendo su ritmo, haciéndose sentir en sus venas y en cada rincón de su cuerpo y aún fuera de él, porque en verdad era autónomo y esencial… ¿Cómo ceder, pues, a la muerte siendo que él con su vigencia proclamaba la vida? Aquel corazón intangible y real a la vez que presidió los momentos finales del Nazareno, había trascendido la aparente muerte y permanecía inalterable marcando el ritmo eterno de la Vida.
No, Jesús no se había ido; el Verbo, que se hizo carne y persona en Jesús, se había quedado por siempre en nosotros… El Apóstol recordó la metáfora del pan y las palabras del Nazareno expuestas el día anterior, y experimentó su certeza: Jesús no había muerto, y al igual que el pan seguía vivo en sus comensales tras ser ingerido por éstos, Él vivía ya en el universo, presente en cada partícula del mismo en forma de latido de un corazón inagotable, eterno… Como la nota eterna de un diapasón que llama a afinamiento de todos. Como una frecuencia, o clave, con la que acceder a otro Mundo…”
Hoy, dos mil años después. La puerta sigue abierta a la espera del último rezagado; de cualquiera de nosotros, tal vez.
Félix Gracia, Jueves Santo de 2024 (Fragmento de mi libro: “YO SOY EL CAMINO”, un retrato de Jesús publicado en el año 2002)